Por la ventana del Transmilenio, el
avance de la marcha hacia el sur la va marcando el paisaje. Cada vez los
ladrillos van haciéndose más visibles y los edificios menos altos. Al final del
viaje, se llega al punto de partida de todas las rutas de bus que atravesarán
la ciudad en cientos de direcciones. De todas formas, no hay una que me lleve a
donde voy. Me abro paso, entonces, por entre los vendedores de flores,
sandalias, golosinas, bebidas calientes y frías, que se establecen a las
afueras del cementerio Jardines del Apogeo, como si los muertos necesitaran,
además de flores, todas estas cosas de más.
De alguna manera sobrevivo y mis cinco
mil pesos salen completos conmigo. Para donde voy, no necesito más. Pareciera
que, entre más lejos, más barato es todo. El dolor en los pies es indicador de
que he llegado al principio del ascenso. Un bus que vio nacer a mi bisabuelo me
espera con ansias. Lo abordo y mi espalda lo lamenta. Un señor vende Bon Ice
desde abajo, por las ventanas. La marcha no se emprenderá hasta que en el bus
no quepa nada ni nadie más; hasta que de las manijas en las puertas vayan
colgados dos o tres.
El viaje en subida vale mil pesos. Nunca
se ha varado. No he visto pendiente más pronunciada y él sube con fluidez
siempre. El confiable medio de transporte me deja caer en la parada de siempre:
una panadería sin igual, que vende unas galletas sin iguales y en las que me
gastaré, después, los tres mil pesos que me queden.
Bryan
De la nada Bryan aparece entre mis
brazos. Alzarlo no es difícil. Tiene puestos unos tenis que le regalé alguna
vez. Siempre ha preferido reservarse todas sus historias. Sacarle algún relato
sólo es posible después de mucho tiempo de perseverancia. Como nunca dice nada,
aún conserva mucho por decir. Me toma de la mano y empezamos a caminar juntos
por el barrio. Si nos atacan perros, él los ahuyenta. Trato de conversar. Una
vez más le pregunto si ya sabe cuántos años tiene. Me responde que no, que cree
que de pronto nueve o diez u once. “Cuando se me vienen esos niños grandes,
digo que tengo once”, continúa. “Para montarme a juegos, digo que tengo son
nueve”.
Bryan no vive en su casa; vive al frente.
Sus cinco hermanos sí viven ahí, con sus padres. La casa en la que vive Bryan es amarilla y es
de ladrillo, tiene dos pisos y lo mantiene un hombre al que sólo conozco de
lejos. Supuestamente es quien le encarga trabajos de mensajería al niño que
desconoce su edad y que tampoco habla mucho de su lugar de residencia. De todas
formas, Bryan tiene ya las manos quemadas por cocinar. Algo que no sabe hacer y
que aprenderá con los años.
Gina sale de su casa. Queda al lado de
donde vive la familia de Bryan. Lo mira con desconfianza y se toma de mi otra
mano. De una vez me dice que no se puede demorar porque hoy, domingo, van a
hacer empanadas para vender a la salida de la iglesia. Con ella lleva la olla
donde las van a poner. La olla es más grande que ella y sin embargo la carga. Sigue
mirando con desconfianza a Bryan y no se hablan entre sí. A Bryan lo llama aquel sospechoso que lo
alberga. Se trata de un hombre que nunca he visto por fuera de su casa
amarilla. Tiene alrededor de cuarenta años, no es muy alto, tiene el cabello
muy corto y una barba mal cuidada. Siempre tiene en la mano una taza de algo,
supongo que de café. Cada vez que trato de conversar con él, encuentra alguna
excusa inconsistente y evita el diálogo conmigo. Sólo hablamos cuando le
pregunto dónde está Bryan. Yo le pregunto desde afuera de la casa, él se para
en una ventana y me responde la pregunta con seguridad pero sin mirarme a los
ojos. Eso siempre lo sabe muy bien (quitarme la mirada así como la ubicación de
Bryan). En cambio, Gina, que sí prefiere hablar antes que cualquier cosa,
comienza.
“Anoche
hubo fiesta otra vez donde los papás de Bryan. Porque tú sabes que Bryan vive
es en la casa amarilla con ese man. Se quedaron ahí hasta tarde y había
peladitos, así chiquitos, sentados por ahí, fumando. Yo creo que los hermanos
de Bryan se hacen los dormidos para que no les toque ver eso. Siempre hacen
fiestas los sábados, ya desde hace rato”. No es la primera vez que oigo esta
historia. No sé hasta qué punto sea dañino para Bryan no vivir con su familia,
pues su casa se ha convertido en uno de los expendios de droga más populares
del barrio. Sus hermanos permanecen en la casa durante las fiestas que dice
Gina, mientras hay niños iguales a ellos consumiendo drogas en la entrada.
Gina se detiene y
cambia de tema. Me pide que si le puedo enseñar a leer a su mamá. No es capaz
de disimular la ansiedad, pues está cansada de que su mamá no le pueda ayudar
con las tareas y cree firmemente que, en el momento en que sepa leer, lo va a
poder hacer. No importa la edad que tengamos, las madres siempre serán capaces
de solucionar cualquiera que sea el problema que padezcamos. Es algo en lo que
todos creemos. Sin embargo, para Gina, su madre tiene un obstáculo y es no
saber leer.
En la siguiente cuadra está Miguel. A
diferencia de Bryan, él sabe perfectamente que tiene diez años y que está en
quinto de primaria. El tiempo le da para ayudarle a su papá a cargar partes
para completar, ampliar, mejorar y reforzar la casa en la que viven. También le
alcanza para conversar un rato conmigo. Se le ve de afán y me lo dice, porque
tiene una fiesta ahorita más tarde. “Es para celebrar el día de los niños”. Le
pregunto si se va a disfrazar y me responde: “Sí. De lo mismo de todos los
años: de ninja”. Estar cansado de ser ninja no es sinónimo de estar cansado de
disfrazarse. Si me importara disfrazarme tanto como a Miguel, no me importaría
repetir disfraz cada octubre.
Para
entonces, Gina y su olla, la olla y Gina, ya se habían ido corriendo a preparar
las empanadas. Bryan y yo caminábamos mirando en los cables de electricidad las
cometas enredadas ahí desde agosto. “Les hicieron relojito”, me dijo él.
Claramente no entendí. Él continuó: “Yo por eso no quería comprarme las cometas
pero, como yo sí tengo la plata, les compré a mis hermanas y a mi hermano. De
esas pequeñitas valen dos mil pero, para qué si se las van a enredar a uno”.
Después me explicó que el culpable de la pérdida de las cometas no es el viento
ni la falta de práctica de quien las vuela. Son los niños que, en vez de comprar
cometa, cogen el espejo de sus madres y –de alguna inexplicable manera-
orientan el reflejo de la luz del sol hasta el centro del artefacto para
hacerla caer o enredar.
Cuando se cae una cometa, hay estampida
de niños. La cometa cae al suelo como una migaja de pan en el piso de los
hambrientos. El primero que la recoja se la queda. Es la norma. En agosto, que
supuestamente es el mes de los vientos aunque en el barrio se pueda elevar una
cometa en enero si se quiere, los niños cuidan el cielo hasta que ven una
cometa cayendo. Esa es la señal para que empiece la carrera de cincuenta críos
o más, persiguiendo un pedazo de tela. Detrás de ellos queda el dueño que –por
serlo- ya no tiene posibilidad de ganar la corrida.
“A
mí me les hicieron relojito a todas” (relojito es el procedimiento que se sigue
con el espejo y que todavía no entiendo muy bien). “Yo nunca hago relojito
pero, me gusta correr en las carreras por las cometas. Siempre me dejo ganar
pero corro”. A Bryan no le gusta el futbol, no tiene un grupo de amigos con
quiénes prefiera estar en vez de conmigo. La única razón lo suficientemente
pesada para soltar mi mano es que el hombre que lo hospeda lo llame. Se escucha
su voz, el eco de su voz, por todo el barrio, desgarrándose la garganta con tal
de llamarlo por el nombre. Bryan sale corriendo y jura solemnemente que volverá
pronto. Lo hace con los ojos. Sale disparado, corriendo esta vez con unas
sandalias plásticas que superan inmensamente su talla.
Mi soledad no dura mucho porque llega
Cristian. No habla mucho. Sólo conversa cuando escogemos (impone) temas de
tecnología. He llegado a pensar que su interés en mí es debido a mi celular
únicamente. Él no me toma de la mano sino del bolsillo, hasta que encuentra el
dispositivo y no vuelve a tocarme. Se queda conmigo porque sabe muy bien que no
puede llevarse el teléfono sin que yo vaya con él. Sin embargo, me gusta pensar
que nuestra amistad va más allá del utilitarismo. Llegamos a casa de él, donde
me espera –una vez más- su madre con una taza de tinto hirviendo y sin colar.
Cristian va a pasar a tercero de primaria
y su madre sólo hizo hasta primero. Debe ser por esta razón que ella sólo habla
de él, de sus logros, de sus diplomas y felicitaciones. Dice que va todos los
días a hablar con la profesora, porque le gusta que le den buenas noticias
siempre. Y mientras a la mujer se le infla el pecho hablando bien de su hijo, él
me mira queriendo callarla a ella. Se avergüenza de sus triunfos, buscando una
justicia que le impida a él, como a su madre, progresar. Lo deslumbra hasta una
linterna apagada. Le pregunto qué quiere ser cuando grande y, de una manera
excesivamente terrenal, mira para los lados, alza un poco las cejas y me dice
“Quiero ser tecnológico de algo”. Yo habría preferido que me dijera astronauta
o piloto de carreras. Es que él se imagina muy cerca de donde está. Pensar,
planear, soñar, querer y creer a largo plazo es un lujo que muy pocos niños nos
damos.
Con la garganta ardiendo por la
temperatura del tinto, por fin, veo el fondo de la taza. Doy las gracias y
salgo por una puerta de madera mal puesta. Empiezo a caminar por los barrancos
que hacen las veces de calles en el barrio. Ahora se hace más difícil caminar
porque cada cuadra está trabajando en la instalación de su alcantarillado. Ya
conozco los atajos, las tiendas, las esquinas con perros bravos y las casas
sospechosas. Casi todo es gracias a Bryan que, para cuando me doy cuenta, ya
está tomado de mi mano una vez más.
Desde lo alto de la loma, allá donde el
viento es más frío y es más fuerte, me está invitando a almorzar doña Olga. De
vuelta, le grito que sí, que ya subo. Después de quince minutos de sudor y
lágrimas, consigo la cumbre donde vive la doña. Bryan, que se siente colado, me
suelta la mano; yo lo tomo y halo para que entre conmigo. Adentro está David, el
hijo de Olga, y el nieto, Alex.
David no tiene más de veinte años y ya ha
sido mujer y tenido un hijo. Por razones que aún desconozco, decidió raparse el
pelo, dejar de vestirse con ropa ajustada y a hablar con una voz mucho más
gruesa. Ya no anda con sus amigas sino con hombres, para aquí y para allá. A mí
me llama ‘biscocho’. Le doy la mano para saludarlo y me aprieta fuerte. Alex,
atrás, llora porque David acaba de pegarle por algún motivo. Bryan sigue cogido
de mi mano sin mostrar intenciones de soltarla.
Nos sentamos en la cama a almorzar porque
no hay comedor. Bryan y yo comemos del mismo plato. Él está contentísimo
comiendo. No se da ni por entendido dentro de la conversación que mantenemos
David, Olga y yo. Alex sigue llorando atrás. De vez en cuando, David le grita a
Alex que deje de llorar, que sea varón. Alex responde con llanto y más llanto
diciendo “¡Mami, mami! ¡Perdón!” David sigue con su almuerzo. El plato que
compartimos Bryan y yo queda limpio, brillante. Yo no comí en gran medida. Al final, no
puede faltar el tinto hirviendo y sin colar.
Empieza a oscurecer y Bryan me acompaña a
la panadería, mi parada de bus. Yendo, le pregunto si quiere un helado, un
dulce, una cometa, un roscón y a todo me dice que no. Ya en la panadería se
despide con ligereza, sin querer esperarme, queriendo omitir cualquier saudade
que se pueda aproximar. Yo lo abrazo y le digo que voy a volver. Hay un
silencio cómodo y él se descuelga del cuello un dije; me mira y me dice “Se lo
regalo”. Le doy las gracias, me ve ponérmelo y se va. Se va corriendo en
sandalias.
Espero el bus y no demora. Me subo. Esta
vez el viaje vale 900 pesos porque no se gasta gasolina en bajada. La palanca
de cambios permanece en neutro y, de todas formas, al bus le suena cada una de
sus partes. El vendedor de Bon Ice sigue en la estación, haciéndose su agosto.
De nuevo me esperan al acecho los vendedores de suvenires del cementerio y –una
vez más- les seré inmune.