Las
pulseras de oro se revientan. O por tensión o por edad o por karma, llega el
drama de ver volar y aterrizar cada una de sus preciadas y vulnerables piezas
por separado. Casi siempre ocurre en un lugar inhóspito, desconocido y amplio,
lo que hace más pequeña la posibilidad del reencuentro. El drama aumenta. La
dueña de la pulsera grita y se echa al suelo a llorar. A llorar y a reunir las
piezas. Quién dijo que todo está perdido.
Las
reúne y las envuelve en lo que tenga disponible. Una bolsita, una servilleta, o
un kleenex lleno de mocos, por la llorada. Casi siempre es el último que
quedaba y por eso lo reutiliza. Con las pepitas consagradas en un solo sitio,
pegadas por los mismos mocos y las mismas lágrimas, la señora le reserva toda
su esperanza, sus piezas de oro y las piezas de su alma, a su joyero, el de
confianza, el de toda la vida, para que reconstruya su pulsera.
Resignada,
sabe que no será, ni se verá o se sentirá igual. Solo quiere –espera- que las
pepitas dejen de estar envueltas en sus mocos, sino amarradas elegantemente en
su muñeca. Por materialismo con el oro o por apego con su accesorio, la señora
padece una mística muy parecida al desamor. A la pulsera no la quiere de vuelta,
quiere estar de vuelta ella.
Con
las piezas de mi corazón envueltas en mi último kleenex, lleno de mocos, salí
esta mañana, muy temprano, a donde mi joyero de cabecera: Bryan, el de siempre.
Todavía no sabemos, ni él ni yo, cuántos años tiene o cuándo los cumple.
Suponemos que nueve y suponemos que en abril, pero nada es cierto. La duda es
tal que me ha llevado a mí a rectificar si mi natalicio fue en octubre doce. De
todas formas, es mi mejor amigo y solo yo lo sé. Alardear galardones a los
significant others es una farsa.
No
le digan a mi madre, pero fui sola. La noche anterior alisté mi ropa. Una
camiseta, unos tenis y un jean. Todo roto, porque me gusta. Me acosté a dormir
y no dormí. A las seis me tuve que despertar y no me desperté. Últimamente nada
me sale bien. A las siete me paré, me bañé y me puse mi ropa rota. Desayuné un
par de pendejadas, tomé el morral lleno de cosas para Bryan y salí de mi casa.
Sola.
Casi
una hora en el impersonal bus articulado rojo. Bip bip bip. Me bajo en la última
estación y nadie me espera. Tampoco espero a alguien. Salgo y camino media
hora. Sola. Llego a otra estación, donde para un bus tan legal como los de
Guatemala que van para México. Les juro que me sentí en ‘Paraíso Travel’. Me
subí y me senté. Tan ilegal es el busesito, que lo rutinario es llenarlo hasta
que algunos vayan colgados de la puerta. Este plan hace que el vocero grite por
la cuadra y con el pecho inflado: “¡Con puesto de pie! ¡Con puesto de pie!”
Confieso
que me daba miedo que alguna de mis piezas se deslizara por entre mis mocos y
se cayera del kleenex. Lo apreté con fuerza sin sacarlo del bolsillo y no lo
solté hasta que llegué a la cima de la montaña del barrio de la panadería de la
esquina de la casa de Bryan. Me bajé y caminé hacia su casa. Una vecina me
reconoció y dijo que me extrañaba. Le dije lo mismo sin acordarme cómo se
llamaba. Le pregunté cómo estaba su bebé y me dijo que bien. Esa pregunta nunca
falla porque todas tienen un bebé, de 30 meses o de 30 años. Siempre.
La
mujer me preguntó si iba para donde Bryan y le dije que sí. “Qué pesar con esos
niños”, me dijo. “Siguen expendiendo drogas ahí, pero nadie pone la queja
porque da pesar”. Me tragué todo lo que pude haber dicho y me despedí con un
‘okay’. Dos o tres pasos más adelante
estaba la puerta de madera de la casa de Bryan, que en realidad no es una
puerta sino algo que se le parece y da la impresión de que cumple sus
funciones, como la masturbación con hacer el amor.
Golpeé
con fuerza y me abrió él. Poco a poco mis piezas se fueron reordenando, solas,
con él. Salió en silencio y sus dos hermanas detrás, igual que él. Me dijeron
en susurros que el papá estaba dormido. Le entregué a Bryan el morral que le
llevaba. Tenía dos cuadernos, dos camisas blancas, doce colores, doce marcadores,
un compás, dos borradores, un tajalápiz, un lápiz rojo, un transportador, una
regla, unas tijeras y un pegamento en barra. No le dije todo eso, claro. Solo
se lo di y le dije que lo cuidara.
Él
entró a la casa, lo dejó ahí y sacó algo para darme a cambio. Me gusta creer
que por gratitud y no por deuda, porque ya me ha dado suficiente. Mis piezas
cada vez estaban más en orden, pero él sacó un elefante en miniatura y me lo
regaló. Luego se lavó la cara en el lavadero, al igual que sus hermanas, y les
dije que se pusieran zapatos y saliéramos a desayunar. Llegamos a la panadería
de la esquina de la casa de Bryan. Les pregunté qué querían y no supieron qué
les pasaba. He aprendido que a estos misteriosos y encantadores seres les es
completamente extraño pedir y, mucho más, recibir.
Bryan
sacó fuerzas de donde no las tenía y me dijo: “Pan costeño”. Pedí entonces mil
de pan costeño. Se me ocurrió acompañarles el pan con yogur, pero hay tres
sabores de yogur. Con las fuerzas que le quedaban, Bryan dijo: “Melocotón”.
Pedí tres yogures de melocotón. Entablamos una conversación mientras comían.
Sobre el colegio, sobre no saber cuándo cumplen años, sobre la mamá que no vive
con ellos sino con el novio. Sobre el hermano de catorce años que ya va a
“farras” y llega borracho; sobre la ropa que estrenaron en Navidad porque la
compró Bryan, y sobre los diez mil pesos que les regalaron para gastarse en un
café internet la noche del 31 de diciembre.
Fuimos
al parque después. Antes de irnos de la panadería compramos Tampicos, porque
les ofrecí y dijeron que sí. Decidieron guardarlos para llevarlos al
colegio. Como una provisión. La casi inexistente impulsividad de estos niños me
abruma, porque si hay una edad para ser impulsivos es la infancia. Les ordené
tomarse los juguitos, porque sabían que ellos solos no se iban a dar el
gustico. Es reconfortante recibir órdenes que uno adora.
En
el parque, cada uno me expuso sus habilidades. Piruetas, saltos, barras de
equilibrio y tubos deslizantes. Pasé el pasamanos y me rodé por el rodadero.
Mis piezas cada vez más en orden, más juntas, más engranadas. Sentía cómo
disfrutaban que los otros niños les envidiaran los juguitos y el buen tiempo
que les daba jugar ‘la lleva’ con alguien mayor de diez años. Quise que el
momento les durara lo que más pudiera. Corrí todo lo que me dieron los pies,
pero pasé el pasamanos solo una vez. Me tenía que ir porque ya habían pasado
las diez, así que nos sentamos en un andén, a esperar a que pasara el bus,
anhelando que solo por hoy viniera sin rapidez.
Nos
abrazamos en línea. En mis brazos cabían los tres. Les dije algo que debió
sonarles extrañísimo y no dijeron nada. No me importó. Confesar el amor no es
una pregunta; no hay por qué esperar una respuesta nunca. Vimos al bus aproximarse.
Bryan me dio un beso en la mejilla y con afán me dio la bendición. Le di un
beso a cada uno. Uno más largo a Bryan. Me paré, perseguí el bus, corrí detrás
de él hasta que paró y me subí. Auf wiedersehen.
En
el busesito me di cuenta de que había botado el kleenex con los vasos de los
yogures. No lo necesitaba más. Bryan siempre, siempre, ha sido mi joyero de
cabecera y ha conseguido engranar y engranar mis partes cada vez que lo
necesito. Lo ha hecho con un talento tal que ni siquiera se da cuenta de la
excelente labor que hace como amigo, como ser vivo. Cuando grande, quiero ser más como él que como cualquier otro tipo.