Se supone que un ensayo defiende una tesis. Este ensayo no defiende nada.
La primera persona que supo que yo quería escribir fue mi abuelo. Se lo dije con ligereza pero él nunca me escuchó así. También fue la primera persona a la que le confesé mi sueño de ser humorista y, en lugar de reírse, en la siguiente Feria del Libro, me compró un manual de chistes. No me perdía Sábados Felices. Él se encargaba de que nadie me molestara mientras lo transmitían. Decidí que quería ser como Jaime Garzón, porque todos se reían cuando lo veían. Como aparecía en televisión, decidí que lo mío era la Comunicación.
Después me enteré de que Garzón era abogado.
Nunca creí en el sistema educativo; nunca estuve de acuerdo con leer por obligación; no saber factorizar nunca implicó frustración, y el recreo siempre fue el espacio más constructivo. Mi crecimiento ontológico tuvo claro desde el principio que era más productivo jugar soft ball, que descubrir en los laboratorios aquello que ya estaba escrito. Por eso, si me gradué del colegio y de la universidad (el próximo febrero) no es por una razón distinta al destino.
He
atravesado la vida académica con más pena que gloria, pero con éxito (aparentemente).
Ya estoy en la recta final, donde me sumerjo en el mundo laboral de manera
experimental. Y digo experimental porque no me pagan absolutamente nada. Al
principio del semestre, mis papás pagaron una cuantiosa matrícula de
universidad privada en país en vías de desarrollo, para que yo pudiera cumplir
con los requisitos académicos de no entrar en seis meses a un salón de clases. Suena
hermoso.
Mi vida
es la sumatoria de un montón de hechos hilados –aparentemente- con una
exactitud divina. Sin embargo, en un arrebato de incredulidad, me convenzo de
que solo pasa lo que tiene que pasar, y que no hay fuerzas en el más allá; que
ni siquiera hay un "más allá"; que vamos solos, flotando por la vida,
víctimas o cómplices de ella y que depende del día.
Hay
cosas que pasan y cosas que no, como yo en matemáticas: nunca pasé. No me
preocupo. Todo es como los buses: si ha de venir, vendrá. Pero me ha invadido
una insoportable y no común angustia existencial, pues estoy haciendo la
práctica profesional. Llevo un mes en
jornada de ocho a cinco, en un cubículo, atravesando el día con un tinto en la
tarde y uno en la mañana, cumpliendo con labores insignificantes, comenzando a
dar brotes de odio hacia la recepcionista y otros síntomas del oficinismo;
valorando inmensamente un paquete de post it, usando camisas entre los
pantalones, y escribiendo esto en un acto de desobediencia laboral, digna
meritoria de un memorando oficial.
Se
supone que el estudiante entra a desenvolverse en donde le gustaría trabajar de
ahora en adelante, aprende todo lo que puede, se bebe todo lo que le consignan,
usa tacones/corbata hasta que entra en confianza y luego le ofrecen un contrato.
Fácil. Pero la idea de una práctica remunerada es tan colombiana como hacer
refajo con Pony Malta y a mí no me pagan nada. Es reconfortante -hasta un punto-
porque sería sencillo estar conforme con un trabajo que te llena el bolsillo, y
a mí edad se llenan con una caja de chicles. De dos chicles.
Cada
noche, llego a mi casa, alisto la ropa para mañana, me como una compota de manzana, me lavo los dientes, me empijamo y me duermo. No
hago tareas. No reviso el correo. No veo las noticias. Al otro día, me levanta
mi mamá a las 5 y media, me baño, me pongo la ropa que alisté, hago un amague
de tender la cama, desayuno Milo tibio y arepa, me lavo los dientes, me subo al
carro, me duermo, y me despierto en la 116 con séptima. Entro al edificio por
la puerta rotativa más aburrida de la vida (tiene motor), subo al ascensor,
oprimo el piso 12 y llego a mi cubículo. Todo pasa igual todos los días y, aun
así, nunca nadie tuvo tantas dudas en su vida.
He
pensado en los europeos que recogí al borde de la carretera al principio del
año. Recuerdo muy bien que me recomendaron incesablemente que hiciera lo mismo:
irme, a donde fuera, lejos, cerca, de algo, de lo que sea. He pensado también
en el esquema, si la práctica está hecha para que dudemos de lo que somos, de
lo que queremos ser, o –por el contrario- esas expectativas se afiancen. He
pensado si yo odiaría tanto mi asiento si me pagaran por sentarme en él. He
pensado si hay o no forma de ser feliz en un cubículo; si se puede o no huir
eternamente de uno; si debería seguir estudiando o vagar un rato; si se puede vivir
de un sueño sin que lo corrompa el sueldo; lo único que tengo claro es que la
ronda de tintos es a las diez y cuarto.
Este
ensayo no defiende nada. No hay premisas, argumentos, tesis ni afirmaciones.
Solo las preguntas que me he tomado dos meses en enumerar. He recurrido a mis
más recónditos conocimientos, inclusive aquellos que adquirí por accidente en
mis clases de química, biología y matemáticas, para al menos descifrar qué respuestas
necesito. Decidí apegarme al método
científico. Al ensayo y error. El descarte, y entender que para ser feliz, hay que
haber sido infeliz primero, como en el amor.
Este es
un ensayo sin certezas pero satisfecho. Sería horrible que yo amara mi trabajo
y este desamor me complace. Me quedan 109 días en este cubículo. Tantas
preguntas me he hecho, que ser cuenta chistes ha vuelto a estar en tela de
juicio. De vez en cuando viene bien estar confundido y más si eres comunicador.
No sé para dónde voy y me parece encantador, porque si perdí toda la
tranquilidad fue –precisamente- el día que todo empezó a pasar igual.