domingo, 26 de enero de 2014

Las Cometas Perseguidas 2: Yo vengo a ofrecer mi corazón

Las pulseras de oro se revientan. O por tensión o por edad o por karma, llega el drama de ver volar y aterrizar cada una de sus preciadas y vulnerables piezas por separado. Casi siempre ocurre en un lugar inhóspito, desconocido y amplio, lo que hace más pequeña la posibilidad del reencuentro. El drama aumenta. La dueña de la pulsera grita y se echa al suelo a llorar. A llorar y a reunir las piezas. Quién dijo que todo está perdido.

Las reúne y las envuelve en lo que tenga disponible. Una bolsita, una servilleta, o un kleenex lleno de mocos, por la llorada. Casi siempre es el último que quedaba y por eso lo reutiliza. Con las pepitas consagradas en un solo sitio, pegadas por los mismos mocos y las mismas lágrimas, la señora le reserva toda su esperanza, sus piezas de oro y las piezas de su alma, a su joyero, el de confianza, el de toda la vida, para que reconstruya su pulsera.

Resignada, sabe que no será, ni se verá o se sentirá igual. Solo quiere –espera- que las pepitas dejen de estar envueltas en sus mocos, sino amarradas elegantemente en su muñeca. Por materialismo con el oro o por apego con su accesorio, la señora padece una mística muy parecida al desamor. A la pulsera no la quiere de vuelta, quiere estar de vuelta ella.



Con las piezas de mi corazón envueltas en mi último kleenex, lleno de mocos, salí esta mañana, muy temprano, a donde mi joyero de cabecera: Bryan, el de siempre. Todavía no sabemos, ni él ni yo, cuántos años tiene o cuándo los cumple. Suponemos que nueve y suponemos que en abril, pero nada es cierto. La duda es tal que me ha llevado a mí a rectificar si mi natalicio fue en octubre doce. De todas formas, es mi mejor amigo y solo yo lo sé. Alardear galardones a los significant others es una farsa.

No le digan a mi madre, pero fui sola. La noche anterior alisté mi ropa. Una camiseta, unos tenis y un jean. Todo roto, porque me gusta. Me acosté a dormir y no dormí. A las seis me tuve que despertar y no me desperté. Últimamente nada me sale bien. A las siete me paré, me bañé y me puse mi ropa rota. Desayuné un par de pendejadas, tomé el morral lleno de cosas para Bryan y salí de mi casa. Sola.

Casi una hora en el impersonal bus articulado rojo. Bip bip bip. Me bajo en la última estación y nadie me espera. Tampoco espero a alguien. Salgo y camino media hora. Sola. Llego a otra estación, donde para un bus tan legal como los de Guatemala que van para México. Les juro que me sentí en ‘Paraíso Travel’. Me subí y me senté. Tan ilegal es el busesito, que lo rutinario es llenarlo hasta que algunos vayan colgados de la puerta. Este plan hace que el vocero grite por la cuadra y con el pecho inflado: “¡Con puesto de pie! ¡Con puesto de pie!”

Confieso que me daba miedo que alguna de mis piezas se deslizara por entre mis mocos y se cayera del kleenex. Lo apreté con fuerza sin sacarlo del bolsillo y no lo solté hasta que llegué a la cima de la montaña del barrio de la panadería de la esquina de la casa de Bryan. Me bajé y caminé hacia su casa. Una vecina me reconoció y dijo que me extrañaba. Le dije lo mismo sin acordarme cómo se llamaba. Le pregunté cómo estaba su bebé y me dijo que bien. Esa pregunta nunca falla porque todas tienen un bebé, de 30 meses o de 30 años. Siempre.

La mujer me preguntó si iba para donde Bryan y le dije que sí. “Qué pesar con esos niños”, me dijo. “Siguen expendiendo drogas ahí, pero nadie pone la queja porque da pesar”. Me tragué todo lo que pude haber dicho y me despedí con un ‘okay’.  Dos o tres pasos más adelante estaba la puerta de madera de la casa de Bryan, que en realidad no es una puerta sino algo que se le parece y da la impresión de que cumple sus funciones, como la masturbación con hacer el amor.

Golpeé con fuerza y me abrió él. Poco a poco mis piezas se fueron reordenando, solas, con él. Salió en silencio y sus dos hermanas detrás, igual que él. Me dijeron en susurros que el papá estaba dormido. Le entregué a Bryan el morral que le llevaba. Tenía dos cuadernos, dos camisas blancas, doce colores, doce marcadores, un compás, dos borradores, un tajalápiz, un lápiz rojo, un transportador, una regla, unas tijeras y un pegamento en barra. No le dije todo eso, claro. Solo se lo di y le dije que lo cuidara.

Él entró a la casa, lo dejó ahí y sacó algo para darme a cambio. Me gusta creer que por gratitud y no por deuda, porque ya me ha dado suficiente. Mis piezas cada vez estaban más en orden, pero él sacó un elefante en miniatura y me lo regaló. Luego se lavó la cara en el lavadero, al igual que sus hermanas, y les dije que se pusieran zapatos y saliéramos a desayunar. Llegamos a la panadería de la esquina de la casa de Bryan. Les pregunté qué querían y no supieron qué les pasaba. He aprendido que a estos misteriosos y encantadores seres les es completamente extraño pedir y, mucho más, recibir.

Bryan sacó fuerzas de donde no las tenía y me dijo: “Pan costeño”. Pedí entonces mil de pan costeño. Se me ocurrió acompañarles el pan con yogur, pero hay tres sabores de yogur. Con las fuerzas que le quedaban, Bryan dijo: “Melocotón”. Pedí tres yogures de melocotón. Entablamos una conversación mientras comían. Sobre el colegio, sobre no saber cuándo cumplen años, sobre la mamá que no vive con ellos sino con el novio. Sobre el hermano de catorce años que ya va a “farras” y llega borracho; sobre la ropa que estrenaron en Navidad porque la compró Bryan, y sobre los diez mil pesos que les regalaron para gastarse en un café internet la noche del 31 de diciembre.

Fuimos al parque después. Antes de irnos de la panadería compramos Tampicos, porque les ofrecí y dijeron que sí. Decidieron guardarlos para llevarlos al colegio. Como una provisión. La casi inexistente impulsividad de estos niños me abruma, porque si hay una edad para ser impulsivos es la infancia. Les ordené tomarse los juguitos, porque sabían que ellos solos no se iban a dar el gustico. Es reconfortante recibir órdenes que uno adora.

En el parque, cada uno me expuso sus habilidades. Piruetas, saltos, barras de equilibrio y tubos deslizantes. Pasé el pasamanos y me rodé por el rodadero. Mis piezas cada vez más en orden, más juntas, más engranadas. Sentía cómo disfrutaban que los otros niños les envidiaran los juguitos y el buen tiempo que les daba jugar ‘la lleva’ con alguien mayor de diez años. Quise que el momento les durara lo que más pudiera. Corrí todo lo que me dieron los pies, pero pasé el pasamanos solo una vez. Me tenía que ir porque ya habían pasado las diez, así que nos sentamos en un andén, a esperar a que pasara el bus, anhelando que solo por hoy viniera sin rapidez.

Nos abrazamos en línea. En mis brazos cabían los tres. Les dije algo que debió sonarles extrañísimo y no dijeron nada. No me importó. Confesar el amor no es una pregunta; no hay por qué esperar una respuesta nunca. Vimos al bus aproximarse. Bryan me dio un beso en la mejilla y con afán me dio la bendición. Le di un beso a cada uno. Uno más largo a Bryan. Me paré, perseguí el bus, corrí detrás de él hasta que paró y me subí. Auf wiedersehen.


En el busesito me di cuenta de que había botado el kleenex con los vasos de los yogures. No lo necesitaba más. Bryan siempre, siempre, ha sido mi joyero de cabecera y ha conseguido engranar y engranar mis partes cada vez que lo necesito. Lo ha hecho con un talento tal que ni siquiera se da cuenta de la excelente labor que hace como amigo, como ser vivo. Cuando grande, quiero ser más como él que como cualquier otro tipo.