domingo, 16 de abril de 2017

Risas



Cuando era una niña de preescolar, mi sueño era ser cuenta chistes. Antes de que el formato de stand up comedy se pusiera de moda y personajes como Andrés López rompieran todos los récords taquilleros, en mi mente estaba la idea de ser feliz eternamente haciendo reír a los demás. Por eso, mi programa favorito, durante mucho tiempo, fue el incorregible Sábados Felices. Soñaba con que J Mario un día dijera mi nombre, la multitud estallara en aplausos y saliera yo, a provocar el ahogo colectivo a raíz de la risa. 

La única persona que tomaba tan en serio la risa como yo era mi abuelo. Era él quien no permitía que me cambiaran el canal todas las noches de los sábados, mientras yo procuraba grabar en mi memoria cada chiste que me parecía bueno (porque aunque no tuviera experiencia, siempre tuve buen gusto). Fue él quien, en una feria del libro, me compró un manual de chistes que, durante toda mi primaria, fue mi biblia. ‘1000 chistes elegantes’ era el título. 

Lo cargaba en mi maleta, junto a mis libros de sociales que mostraban cada una de las regiones de Colombia, el de ciencias, con las cadenas alimenticias, y el de matemáticas, que nunca supe qué contenía. ¡Ah, pero el de chistes! El libro de chistes era el único que sacaba conmigo al recreo. No podía perder ni un minuto para estudiar, practicar la narración, las pausas, la acentuación, las miradas, la entonación de cada palabra. Contar un chiste es una ciencia y eso lo aprendí por esa época. Aprendí esa ciencia antes de aprender a nadar, a poner comas, a coquetear y a bailar cualquier cosa. 

Mi abuelo me motivaba con exigencia. Cada día me pedía contar un chiste nuevo, al frente de mis tías y mis primos. Usualmente todos se reían, pues yo era una niña más bajita de lo normal, con gafas de adulto y pelo de mamá. Cualquiera se habría reído de mí. Pero mi abuelo, mi abuelo se reía genuinamente del chiste que yo contara. Hoy me acuerdo que uno de mis mejores cuentos era sobre un loro, pero ya no estoy segura de qué trataba. 

Tomarme en serio el humor ha sido una de mis características siempre. Cuando tenía 17 años y necesitaba urgentemente graduarme del colegio, decidí que mi trabajo de grado sería un stand up comedy sobre mí. Lo escribí en un par de días y terminé graduándome después de poner a todo mi bachillerato a reírse de mí conmigo. Mi abuelo habría estado orgulloso, se habría sentado en primera fila y se habría reído hasta de lo que no era un chiste. 

No sé cuándo dejé escapar la disciplina férrea encaminada a ser cuenta chistes. Ahora me gusta más escribir (hobbie que mi abuelo apoyaba, siempre y cuando no lo practicara los sábados en la noche). Trabajo en publicidad y escribo en la hora del almuerzo, pero siempre quiero hacer un chiste porque siempre se me ocurre cómo, aunque algunas veces las risas no suenen al final. La práctica que sostuve durante mi infancia sale a relucir en un momento incómodo, en un pitch publicitario o en una reunión de amigos a las tres de la mañana, y solo demuestra el talento de bufón con el que nací, pero no la ambición de hacer una carrera en el mundo del humor. Habría sido buena, muy buena, habría provocado el ahogo colectivo en un par de auditorios y todo gracias al libro que me regaló mi abuelo, por supuesto. (Risas).