viernes, 16 de noviembre de 2018

Si marcho, el Estado me Kafka

En la facultades de Periodismo en Colombia se enseñan tres verdades que duelen: que uno no es profesional por ser periodista, que la tilde del ‘sólo’ ya no se usa, y que en el país hay personas intocables. Son personas sobre las que no se puede escribir nada y al final de esa misma clase, hacen quiz sobre el significado de “autocensura”. Los quices valen el 25% de la nota. Me acuerdo como si lo hubiera perdido ayer. Era jueves y ese día aprendí que, de los Sarmiento Angulo y algunos más, sólo se puede escribir sobre su donación de bibliotecas. 

Como un agente del ESMAD lanza una bala de goma contra estudiantes, profesores y mamás, Gustavo Petro lanzó en radio en vivo esta semana, su opinión sobre quién estaría detrás de la muerte de Pizano hijo, que murió envenenado como Sócrates y Joffrey Baratheon. “Sarmiento Angulo”, dijo Petro, y yo me acordé de ese jueves, en la sala de redacción de mi universidad, sentada frente a un Mac, redactando una noticia que me nunca me iban a calificar, pensando que ojalá nunca me tocara trabajar en publicidad.  




Y aquí estoy. La revelación de que no hay que ser profesional para ser periodista no me ha abandonado y sigo escribiendo sin que me paguen un centavo. Haciendo mi trabajo, o sea, por lo que sí me pagan, he aprendido que no hay que ser publicista para saber importa más el comercial que la verdad, y si no me creen, averigüen cuánto se ha gastado la Alcaldía en medios pagos y pí ar (PR). Tampoco hay que ser el director del DANE, marica, para darse cuenta de que las generaciones que marchan ya no son las mismas de antes. Hoy cargan vinagre en las maletas roídas, sí, pero no en el bolsillo de las baquetas para los tambores y las tijeras para cortar las flores. 




Los videos del ESMAD rompiendo ventanas, para incriminar a las manifestaciones pacíficas, no salen en Caracol. Las fotos de los civiles motorizados, que andan en las caravanas de la Policía y que no se quitan los cascos cuando se bajan a pegarles a los estudiantes, tampoco las imprimen El Tiempo ni Semana. 

No hay que haber ido a la clase sobre autocensura, para entender que hay más intocables de los que me enseñaron. Para ver que los grandes medios están sesgados, que los estudiantes no son tan malos y al menos sospechar que hay gato encerrado, no hay que ser muy avispado. No hay que ser estudiante para reconocer el valor de estudiar (así sea periodismo y no ser profesional), pero hay que ser Maluma para que el presidente te ponga un poquito de cuidado. 

martes, 6 de noviembre de 2018

Decreto pa lo nene, decreto pa la nena

Ley para todo. Fotocopia ampliada de la cédula. Autenticada. Ampliada a 200. Decreto pa los nenes. Decreto pa las nenas. Vivimos en un país que todo lo quiere por escrito y le incrementa el IVA a los libros. Cualquiera nos cree que somos unos verdaderos letrados, pero no.

Hasta hay normas que reconocen a los establecimientos que son libres de discriminación. Es un decreto que resalta el arduo trabajo de sitios en los que la gente puede ser exactamente quien es, y ser atendida toda por igual. Como en una ciudad real, cosmopolita, de verdad. Y es que darle a un premio a un bar por no discriminar es como aplaudirle a una guitarra solo por sonar. 

Chueca.


Pero solo hay algo más absurdo que enaltecer un comportamiento que debería ser completamente normal y es la sed innecesaria por ver infelices a los demás. Entonces, en el país de los buses provisionales que se quedaron para siempre, se convocaron a marchas para que los establecimientos pudieran volver discriminar con absoluta libertad. Y la gente fue, con tal de no trabajar. 

Marchar es un placer infinito. Marchar convencido es como bailar enamorado. Todos, por más uribistas y homofóbicos que sean, deberían poder sentirlo al menos una vez. Que el DJ ponga la canción de las dos. Que yo esté al otro lado del bar y solo con escuchar el primer compás ya sé que es nuestro reguetón. Correr. Tirar los tragos. Pisar al del lado. Cogerle la mano y un dos tres cuatro. Eso es lo que nos diferencia. Que yo solo les deseo la misma felicidad que yo he sentido a los que marcharon hoy, que lo hicieron precisamente para que yo no la vuelva a sentir nunca bailando pegado. 

No es lo mismo vivir tranquilo que vivir feliz. Negros, pobres, trans, discapacitados, maricas y torpes somos felices tal y como somos. Me atrevo a decir que los infelices siendo distintos son los otros. Algún día, con o sin ley, con o sin las firmas de quién sabe quién, nos llegará el turno de la tranquilidad a nosotros y solo entonces este país va a saber lo que es bailar hasta abajo. 

miércoles, 31 de octubre de 2018

Casi pierdo en una riña callejera durante el evangelio

Llevo un mes creyendo que me duele el oído. Consideramos todas las causas posibles. Demasiadas piscinas, que ya nunca aprendí a bañarme o que no estaba escuchando suficiente reggaetón por las mañanas. Después de dos inyecciones y de rebotar en todos los portales de automedicación, no resultó ser nada. Solo me prohibieron el chicle, las Frunas y el barrilete. Qué fortuna haber llegado a los 26 solo con esa dieta que voy a romper en cuanto me dé la gana. 

Fueron semanas difíciles. No lo niego. Quizás me excedí en el consumo de Frunas de limón porque son mis catalizadoras de ansiedad y últimamente he cargado con mucha. Porque en esta ciudad uno no puede andar quejándose de dolor de oído sin que alguien le diagnostique sordera incurable. Y si bien me gustaría tener una vida libre de escuchar a la gente sorber sus mocos y masticar sus manzanas al lado mío, no sé qué sería de mí sin poder escuchar a J Balvin.  

Rocketman.


Al temor de quedarme sorda, se sumó la angustia millennial de estar ganando muy poco y haber amado más de la cuenta; de descuidar a los amigos que están lejos y sobre todo, a los que están cerca; que de Shakira no tengo boleta, que los sueños no se hacen realidad solos, que no tengo tiempo de escribir, y que así no hay forma de ser feliz siendo poeta. Que desde este laptop nunca me voy a ganar un Grammy Latino y J Balvin jamás se enterará de mis letras, y que además tengo que salir del closet con mi abuela y el domingo me dijeron que no soy mujer en una iglesia. 

Preferiría entrar en los detalles de por qué amo tanto las Frunas de limón, que relatar lo que pasó esa tarde a la entrada del templo del Señor. Por un instante preferí que las predicciones de la llegada inminente de mi sordera fueran ciertas y no haber escuchado lo que me llevó a casi iniciar y perder en una riña callejera. Esa pelea y derrota segura habrían terminado por reventarme los tímpanos a punta de golpes con camándulas y yo, ya sorda, habría conocido en una habitación de hospital a Juan Diego Alvira y a Elton John. 

Aunque tuve intenciones de pelear, mi contrincante se perdió entre la multitud del coro católico, toda uniformada de blanco, con sus respectivas sonrisas de superioridad y rosarios colgados en el cuello, visibles por fuera de la camisa, siempre. No sé si el que corrió con suerte fue él o yo, porque de verdad quería conocer a Elton John. Fue culpa del corista homofóbico despertar mi pandillero interior y querer demostrar todo lo que no sé de artes marciales. Es mi culpa no saber karate, pero hay un millón de cosas que no lo son: la  ignorancia de las personas, la obsesión por las Frunas de limón, el dolor de oído cuando no duelen los oídos, que te salgan repetidas las monas y el amor cuando ya solo es amor genuino. 

lunes, 17 de septiembre de 2018

Amenazados por convivencia

Qué fácil es defender una causa cuando el adversario es un zoquete. Un zoquete que durante más de una hora aprovecha la oportunidad de que le abran los micrófonos de la emisora más escuchada por las mañanas, para ahogarse él solo, con cada palabra que sale de su sonrisa diseñada. Qué privilegio que tus cagadas sean el tema de moda. Ya habría querido yo que cualquier emisora, la que fuera, me hubiera dejado explicar en una hora por qué metí un autogol jugando basket. 

Nunca sabremos qué pasó esa noche entre Eileen y Alejandro. Y es que ya usamos esos nombres como si fueran nuestros vecinos, como si hubiéramos escuchado los gritos, las porcelanas cayéndose al suelo, los golpes de ira contra los muros, los ladridos de nuestros perros provocados por el estruendo del lado y un cargador de iPhone todavía por ahí conectado. Hablamos con la propiedad que nos han otorgado los medios, gracias a los cuales no nos falta ni un detalle de lo que no sabemos ni mierda. 




A le gente no se le pega. No hay razones que justifiquen nunca una conducta violenta. Ni de ida ni de vuelta. Pero, amiga, date cuenta. Una pelea de protagonistas de novela ha tenido más tiempo al aire que los 343 líos de faldas en los que ya va la cuenta. Está buenísimo que actos horribles envalentonen a la gente, aviven causas justas y abra conversaciones necesarias. Hay que cuidar mejor la atención y los argumentos que sustentan juicios de valor. A veces es mejor hacer como yo: saber que todo se nos va a olvidar el martes, cuando lancen la novela en Caracol. 

martes, 28 de agosto de 2018

Elecciones: donde Bogotá siempre pierde por marica

En un salto incompresible al vacío, con los ojos cerrados y de cabeza, esta vez sin Yerri Mina, Colombia marcó su gol en el minuto 94. Fue un autogol que resonó con estruendo, no el fondo de la red, sino de las urnas. Nosotros ya conocemos ese sonido. Ese silencio ensordecedor, mejor dicho, que viene cada vez que perdemos por w. Por webones. 





En Bogotá, tenemos una rutina incorruptible para antes de sufrir cada domingo de votaciones. Suele coincidir con rezar los dolorosos, porque ahora votamos más de lo que gozamos. Con una frecuencia indeseada, nos prepararnos para ir a votar y -por supuesto- para perder. Votar se convirtió en un tributo que se le paga con intereses a la conciencia, porque hay que levantarse de la cama, salir de la casa, bañarse, llegar a una hora determinada, encontrarse siempre con los vecinos, para que siempre pase lo mismo. O sea, nada.

Hay algo que también siempre pasa igual, y es que Bogotá siempre vota diferente. Cada vez que nos toca, articulamos nuestros planes y votos rolos perfectamente, de tal modo que lo que quiere esta ciudad no lo entiende el resto de la gente. Al final de la tarde del domingo, sobresalimos en los mapas de la Registraduría como la mancha que quiere la paz, sea como sea; la que no sabe mover la cadera, pero que siempre tiende a dar la vuelta por la izquierda; la que tiene el culo y las tetas planas, y también experiencia en sabotearle a la derecha todas sus caravanas. 




Bogotá está adelantada a su tiempo o aislada de lo que de verdad quiere la gente. No sé. Lo cierto es que está lejísimos de su presente. Quizás a las regiones les falte algo de la rutina que adoptamos nosotros los rolos y les sobre tanto miedo, tanto tamal, el cuero del tamal, páselo para acá, la cerveza para acompañar y la foto que ojalá el doctor se quiera tomar. 

La democracia es un privilegio que no sabemos ostentar, por eso la vendemos a precio de huevo (por huevones). Ojalá todos cuidaran su voto, no como un bien invendible sino invaluable. Que abrieran y entraran en discusiones políticas, para salir de ellas maltrechos pero con el voto intacto y blindado. Y lo usaran, una y otra vez, como hemos hecho este año los rolos esperanzados, un poquito de izquierda, pero nada paracos: sin descanso, creyendo en la democracia pero, cada vez menos enamorados. 






Bogotá vota diferente porque le gusta votar, así siempre salga perdiendo. Así somos acá. Bien maricas. Por eso, a nuestra rutina que antecede la derrota, le hemos dado el mejor final: departir licores con amigos, en casa del anfitrión habitual de la clandestinidad, para ver los resultados de la jornada electoral. Sacar de la nevera el ron comprado el viernes y brindar con cada reporte de la Registraduría que, minuto a minuto, afianza más la victoria de los contrarios. 

Veinte, setenta y dos, noventa y ocho por ciento de las mesas informadas. Salud, salud, amigos, perdimos, salud. Algún día nos encontraremos después de votar, en este mismo lugar, no para ahogar las penas sino para celebrar que Colombia por fin le cogió el gustico a votar, como le gusta a Bogotá. 

lunes, 16 de abril de 2018

Escogí qué candidato preferiría tener de niñera

Vi un video de una bebé que decía que iba a “Votar por Peto” y creí que -una vez más- un video que no tiene nada qué ver (como el de la señora que iba a votar por Juampa y no por Zurriaga) iba a decidir el futuro del país. Aprovechando que el video de la bebé no ha pasado a mayores, voy a lanzarme al ruedo de la campaña. Si un bebé va a escoger el presidente, voy a ser yo, con este texto, que no tiene nada qué ver y que solo dice a cuál candidato preferiría tener de niñera. 


Mi abuela despediría a Iván Duque a media mañana, por encontrarlo usando sus tintes para el pelo. Y además, mi papá le encontraría conversaciones dudosas en WhatsApp, con la niñera que está reemplazando. Él alegaría que todo es un montaje, pero la gota que rebosaría la copa sería verlo coqueteando con el rappitendero, en lugar de darme la compota. 

Fajardo nunca sabría cómo vestirme. No tan azul, no tan morado. Me mataría de hambre, por esperar a que la sopa alcanzara la temperatura adecuada. Esperaría a que se enfriara, la soplaría con cariño, pero luego caería en cuenta de que está demasiado fría, y así pasaríamos los días enteros. Llegaría Claudia, a regañarnos a ambos por igual. A Sergio y a mí. Yo le cogería cariño, pero ella no me dejaría jugar en la arenera. No me compraría nunca un Heladino, para prevenir que me saliera una rica sorpresa. Y si me lo comprara, a Fajardo le parecería que está demasiado frío y que, aunque tenga leche, no alimenta. 



Vargas Lleras tendría organizados sus deberes conmigo, en un documento de Excel. Por colores, pestañas, alfabéticamente. Muy hacendoso, demostrando que lleva esperando este cargo de niñera desde su concepción. Eso descrestaría a mi papá y a mi abuela. A mi mamá no le cuajaría mucho su pasado de violencia intrafamiliar y, aunque preparara los mejores planes para los puentes festivos y me armara las mejores casas con cojines sin que se lo pidiera, lo despediríamos por su indudable incapacidad para sonreír y consentir.

Piedad Córdoba me adoctrinaría en cada comida. A ver, a ver, este bocado por Mi Comandante, el avioncito ruso, abre, abre, eeso. Si Peñalosa se lanzara, la primera mañana se llevaría todas mis medallas, stickers de estrellitas y diplomas por izar bandera; hasta se llevaría todos los puntos que he sumado coqueteando, y Viviane Morales simplemente no me dejaría coquetear.



Petro sería una nota de niñera, a veces. Me dejaría ensuciarme, trasnochar, desayunar gomitas y malteadas, pero sólo de marcas nacionales. Invitaría a todos mis amigos y amigas del colegio, todas las (y los) tardes, pero solo a los que sean hijos e hijas de papás y mamás que usen mochila. Cuando mi mamá se empezara a dar cuenta de que solo soy amiga de medio transición, le diría a Petro que se fuera y que se fuere, que yo estoy para ser amiga de todo mi curso.



Cuando sintiéramos que la única alternativa sería crecer sola, pegada a los juegos de consola, aparecería Humber en la puerta de mi casa, con una figura perfecta para sentarse en una mecedora. Me sentaría en su regazo, a contarme historias de la Constitución del 91. Sería exigente conmigo. Me haría cogerle gusto a los vegetales y hacerme amiga -sobre todo- de los que no me caen tan bien.  Cuando yo demostrara con acciones que puedo madurar, haríamos juntos un baile como el de Parent Trap. 




Cada familia deberá contratar pronto y es posible que, con cada niño, cada prospecto despliegue habilidades diferentes de crianza. Hablo por mí y por mis amigos. Creemos que Humber puede darnos besos en la frente, después de regañarnos por no invitar a armar Legos al hijo de los uribistas, por temor a que se nos robara las fichas. Al otro día lo invitaríamos y pasaríamos medio rico. 

lunes, 12 de marzo de 2018

Déjeme sano

Joaquín se sube antes que yo al carro, que parece más bien un camión pequeño. Son las 6:45 de la mañana. Cabemos juntos en la silla de adelante. Es una imprudencia, sí, pero es que el frío en la parte de atrás es criminal y podría congelarlo antes de que terminemos el trayecto hasta su colegio. Él enciende la calefacción con toda propiedad. Se asegura de que la temperatura más caliente le roce las pestañas. Lo comprueba poniendo sus manos sobre las rejillas, por donde efectivamente sale viento hirviendo. Listo, perfecto. Ahora sí podemos hablar. 

Cuando ha vuelto a sentir los dedos, se abrocha su reloj azul en la muñeca derecha. Es muy zurdo. Al reloj le suena la alarma 5 minutos antes de que se acabe cada recreo. Joaquín tiene 9 años, pero se comporta como un anciano jubilado al que Uribe le aumentó la edad de pensión. Entonces viene la pregunta que cualquiera como él haría justo hoy:

-¿Por quién votaste ayer? -me pregunta. 

Es precisamente la pregunta que nadie que valore la cordialidad quiere responder. Porque acá confundimos la campaña con la evangelización. Nos gusta algo y ya creemos que los que no sienten la misma afinidad están radicalmente equivocados. Y hay que iluminarlos, traerlos por el camino del bien, que las piedras no rompen vidrios blindados, que los venezolanos no paran de cruzar, que ahora los pantalones se usan más holgados y que no habrá papel higiénico para cuando toque cagar.  

Es un ambiente denso, por el clima que Joaquín había construido hermética y artificialmente dentro de la cabina. Es imposible conversar. Aunque abriéramos las ventanas ya empañadas -en las que jugábamos triqui-, en tiempo de campaña pasa igual. Casi ni se puede respirar. Mejor tener charlas triviales, solo porque no sabemos dejarnos en paz. Oh, qué linda coca para traer tu almuerzo, no sé si ir a D1 o a Justo y Bueno, cómo ha crecido tu bonsái, qué más, qué hay. 

Falta ligereza. Faltan chistes y sobran regaños. Menos cadenas de WhatsApp y más memes. Nadie convence a nadie de votar por alguien. No sé quién les dijo que tenían semejante potestad. Entiendan que la democracia es como el amor; que algunos no creen en él, pero que al fin y al cabo, uno se enamora solito, sin ayuda de nadie, incluso desobedeciendo reglas y consejos; terco. No hay que preguntarle a alguien porque sabe más o sabe mejor, cada uno sufre con quien cree que le provoca menos dolor, y el amor siempre se hace el ciego como el Registrador.

No hay moral para votar. Está bien con hacerlo y ya. No se lo tomen tan a pecho, no vaya a ser que los incapaciten por tensión alta o -de tanto gritar- se enfermen de la garganta. Como está haciendo James, hay que reservarse para el Mundial o, como hace Joaquín, que le basta con escuchar: 


-Por mujeres -le dije. 
-¿De qué colores? 
-Verdes. 
-Ah, ya. 


viernes, 9 de marzo de 2018

Cómo aspirar a ser infeliz y fracasar


Dicen que solamente se es consciente de la felicidad cuando se acaba; que uno va por ahí siendo feliz sin darse cuenta, hasta que lo sorprende la desgracia. La tristeza funciona  diferente. Tiene sus convenios y sedes oficiales, en donde la gente se reúne -con o sin planearlo- a ser miserable. Conozco y frecuento un lugar de esos, en el que todos, sin excepción, se deprimen al tiempo. La nostalgia se cuela por entre las grietas, con mayor facilidad que el aire fresco. Es el sitio en el que todos son infelices desde que llegan, o desde concebir la idea de que se va para allá: el Transmilenio.

Tiene una característica fundamental, compartida con el camino hacia la infelicidad, y es que todo siempre pasa como ayer. La monotonía es un camino sin atajos hacia odiarlo todo por igual. Como esa y cada tarde, todos caminaron con la misma parsimonia hacia las mismas estaciones, porque todos siempre necesitaban los mismos buses, a las mismas horas. Llegaron a los mismos muelles, esperaron los mismos minutos y dijeron mentalmente los mismos insultos. Creyeron haberse salvado del mismo diluvio, hasta que llegó el mismo hijueputa bus que el jueves. Era viernes.


Los Transmilenio son los únicos buses del mundo que exhalan cada vez que se detienen. Como recobrando alientos, resignados, oxidados, mamados de trabajar, trabajar y trabajar en la industria de la infelicidad. El B14 exhaló y ese aire tibio fue nuestra señal. Quienes lo esperábamos entendimos, y de inmediato nos comportamos como ganado para poder entrar. Adentro, todo pasó igual.

Una mujer se quitó los tacones, mientras del bolso sacaba unos tenis blancos, con tres rayas negras a cada lado, marca Adidas. Un señor de corbata, que llevaba colgado en el cinturón el carnet que lo identificaba en su oficina, hablaba con su amor y le decía que ya iba en la calle 146. Íbamos en la 100. Una estudiante de algún arte dormía contra la ventana, ya empañada por su aliento. En las piernas llevaba un tubo de plástico negro, con tapa, de un metro de altura, de los que les sirve a los arquitectos y diseñadores para cargar planos y se subió a cantar un venezolano.

Estaba acompañado, pero solo yo me di cuenta. Su acompañante se sentó en una de las sillas que estaban libres y él se recostó en la puerta. Estaba callado, pero tenía un parlante debajo del brazo. Exhaló como los buses. En el parlante empezó a sonar la pista mal editada de una canción de Víctor Manuelle y el veneco prendió el micrófono. Dijo que se dedicaba a cantar, pero que nunca lo había hecho enamorado, miró a la mujer que estaba con él, ella le quitó la mirada y él siguió cantando.

“Haré que el mundo se te olvide, que entorno a nosotros gire” cantaba el veneco. Yo seguía la letra con los labios, porque padezco de saberme todas las canciones. El cantante se dio cuenta, me puso el micrófono al frente y yo respondí cantando. Sin esperarlo, había cumplido mi sueño en un bus miserable y él sumó puntos con su amada. Los demás pasajeros siguieron en sus viajes introspectivos y nostálgicos, excepto nosotros tres. Algo es algo.

miércoles, 7 de marzo de 2018

Le pediré a San Fermín que te bendiga


Cuando volví a Bogotá, supe que todo era mentira. Cada palabra que ella escribía, enviaba y que yo leía inmediatamente después, en el chat, era mentira. Yo no lo sabía todavía. Hay algo que mi generación es la primera en padecer. Algo que nuestros padres, abuelos o incluso hermanos mayores ya nunca experimentarán y es terminar con alguien por chat. Aunque yo estuviera en una de las fiestas que más júbilo le ha regalado a la humanidad durante siglos, me quería morir de tristeza. La ventaja del internet es encontrar lo que sea en donde sea. La desventaja es que, sin importar dónde estés, te encuentra.

Yo estaba en Pamplona, en un piso de estudiantes muy disciplinados. Eran estrictos con la rutina de despertarse a la una de la tarde. La justicia los gobernaba y, tras jugar a las cartas, quien perdía asumía la derrota yendo por la cerveza del desayuno. Respetaban el código de vestimenta: blanco todo, menos el pañuelo y el fajón, que eran rojos. Tanta solemnidad no era algo nuevo, para un grupo comprometido con que no hubiera una fiesta en el mundo en la que no sonara Diomedes.

Ese rigor con que se preparaba el caos tenía lugar en el piso de los estudiantes y en todas las esquinas, cuartos, hoteles, bares y centímetros cuadrados de Pamplona. Nada podría entorpecer las contundentes y colectivas intenciones de emborracharse. Era imposible ser infeliz en una ciudad donde todo el vino era para todos, pero a mí me habían roto el corazón por WhatsApp.

Una mañana, como cualquier otra de Sanfermines, ya las cartas se habían jugado, el perdedor había traído la cerveza y ahora todos se acomodaban el fajón en el espejo. Como habitualmente lo hacíamos desde hace dos días, con actos ceremoniales nos disponíamos a emborracharnos. De fondo, esa vez y siempre sonó algo de Diomedes. Antes de salir, le escribí a ella, para saludarla y recordarle mi petición de que no me olvidara; decirle que la fiesta no iba a durar y que yo iba a regresar a Bogotá, pero ella no me esperaba.

Yo era la única mujer en el piso de estudiantes. Por más que mis tres acompañantes se esforzaran por acomodar el pañuelo y el fajón, yo terminaba por auxiliarlos. Y esa vez los auxilié, mientras ella me explicaba con razones inventadas que había dejado de esperarme. Razones incomprensibles que yo leía en mi celular mientras Diomedes daba paso a Jorge Oñate, para que sonara ‘Nunca comprendí tu amor’. La canción se terminó, yo derramé algunas lágrimas, mis amigos se dieron cuenta, pero su disciplina para alcanzar los objetivos de perder la consciencia más tarde, en un andén de Pamplona, solo les permitió consolarme con la botella de cerveza que yo debía cargar esa noche.

El lugar más feliz del mundo se me había convertido en la infamia más despiadada y todo por culpa del internet. Quise devolverme a pedirle que no me dejara y, después de seis tragos, quise quedarme para siempre y que -por internet- ella se enterara de lo poco que me esforzaba para disimular lo mucho que la quería.

Por fortuna, esta desgracia fue puntual y me sorprendió en los primeros días de fiesta. Viendo tanta fraternidad entre borrachos que no se conocen, es imposible dejar de creer en el amor. La última madrugada de Sanfermines, tanta sangría compartida desde el aire terminó manchando definitivamente nuestros uniformes blancos y a las 5 de la mañana, cuando cantábamos ‘Amarte más no pude’, decidí volver a Bogotá, pero con ella no lo puedo hacer ni en sueños.  




(Primer texto para el taller de crónica con Alberto Salcedo Ramos).