lunes, 24 de marzo de 2014

Entre lo legal y lo cursi

Me gusta la pizza de andén. Jamás cuento las vueltas. Si tenemos monedas de doscientos para la rocola, nada más importa. A simple vista y sin llevar las cuentas, mi vida es muy simple. Tan simple que raya con lo ridículo. Por ejemplo, uno de los peores traumas que he debido atravesar, que sin duda me forjó el caracter como nada nunca me lo va a forjar, se fundamenta en que me puse sudadera el día que me tocaba ponerme jardinera.

Desde que entré al colegio tuve muy claro que iba a ser personera, sin tener idea de lo que eso significaba, pero quería serlo. Cualquiera que me conozca bien sabe que quiero más a mi colegio que a mi cama. Es así de simple. Y ser personera resultó ser solo la catarsis de ese amor. Yo no sé si lo hice demasiado bien, o demasiado mal, pero terminaron destituyéndome, como a Petro.

Me desperté a las seis y diez de la mañana y me puse mi adorable sudadera. Rota en las rodillas, como había sido normal desde hacía trece años. Era viernes. Había una convivencia/retiro/paseo del consejo estudiantil ese día. Yo había dicho que no iba a ir. Paralelamente, ese día era la evaluación final de la clase de matemáticas. Yo estaba en 11B y los viernes, a 11B, nos tocaba ponernos jardinera. Era la ley.

Mi profesora de matemáticas siempre fue muy apegada a la ley. Al verme a mí y a otras desgraciadas en sudadera, nos dijo que -vestidas así- no podríamos presentar la evaluación y que la perderíamos, prácticamente. Alarmada, no sé por qué, si presentando o no la evaluación seguro perdería la materia, corrí a buscar alguna solución para mi vestimenta, que en el momento significó un inconveniente abismal.

Por obvias razones, en el ropero solo había jardineras talla seis. Uno se orina hasta primero. Si necesitas una muda de segundo en adelante, puedes darte por perdida, o por orinada todo el día. Entonces, todavía con el afán de presentar una evaluación que nunca fui de aprobar, se me prendió el bombillo de la infancia: diría que me había ido en sudadera porque iría a la convivencia/retiro/paseo del consejo estudiantil, a la que no iba a ir. Fácil.

No me acuerdo si presenté la evaluación o no. Sé que la perdí. El primer recuerdo que puedo hilar con haber dicho esa mentirilla es estar en una sala de juntas con las autoridades legales del colegio, admitiendo cabizbaja que no iría a ninguna convivencia/retiro/paseo. Argumentando con exageración que estaba abusando de mi poder, por usar el con falsedad el motivo de la convivencia/retiro/paseo, decidieron destituirme me mi cargo. Me ofrecieron renunciar; me dieron una semana para pensar lo que haría. Yo salí de esa sala de juntas con my mind set. No iba a renunciar. Ni cobarde que fuera.

Dejé pasar la semana y sentía cómo se me escurría por entre los dedos el martes, el miércoles, y el jueves me llamaron a rendir cuentas ante las autoridades legales. En otra sala de juntas y con una frase de Spiderman, me hicieron firmar el papel que daba cuenta de mi destitución. No me acuerdo sino de lo de Spiderman: "Un gran poder implica una gran responsabilidad". Blablablá. 

Nunca me he sentado a analizar esto con sobriedad, porque esa noche llegué a mi casa y mi escritorio se convirtió en bar. Pero, tal vez, yo me había tomado muy a pecho mi responsabilidad de pasar matemáticas, e hice todo lo que tuve a mi alcance para hacerlo posible. Pero el destino nunca quiso que yo pasara matemáticas y en el archivo académico está registrado que así fue. No sé cómo me gradué. 

Y sí. Esa noche tuve mi borrachera más salvaje. Recuerdo que, antes de siquiera probar el alcohol, mi mamá me decía "Si vas a tomar, tomas en la casa". Me sentí muy responsable llenando y llenando los vasos de mi cocina con whisky, aguardiente, ron y cola y pola. Cuando mi mamá llegó, tuvo que esculcar mi chaqueta de 11 para encontrar la copia en papel carbón de la razón de mi falta de conciencia. Ahí estaba la puta frase de Spiderman.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Quemar las naves


Agosto. 1519. Con un ejército de ochocientos hombres, Hernán Cortés alcanza la costa de Yucatán, proveniente de la colonia española de Cuba. Habiendo notado la tensión del emperador azteca, Moctezuma, Cortés supo que la batalla por la conquista, de lo que más tarde se llamaría Nueva España, sería más intimidante de lo esperado. Porque toda batalla intimida, pero esta lo hacía mucho más.  A eso había que sumarle los intensos deseos de la tripulación de regresar a Cuba, dada la simpatía que despertaba en ella el entonces teniente Virrey, Diego Velázquez.

Sabiendo que se le teme menos a la derrota cuando no hay nada que perder, y a la muerte cuando no hay nada a lo que volver, Hernán Cortés ordena quemar las naves. El resto es historia patria de México.

Hay gente que nunca quema sus naves y no la juzgo. No sé si se trate de impulsividad, optimismo o resignación, pero yo siempre quemo las mías. A veces conquisto México. A veces no, y me quedo sentada a la orilla del Atlántico, esperando que alguien me lleve gratis. Pero cuando sí, no extraño Cuba ni a su teniente Virrey, Velázquez.


Siempre quemo mis naves hasta las cenizas. Me bajo y peleo con cada azteca que se me atraviese. Si me mata bien y, si no, también. Es una determinación casi enfermiza. Muy europea para mi gusto, como Cortés. La deserción no se concibe, no se entiende, no se imagina. O conquisto México y descubro el cacao, o me jodo. Una de dos. Siempre. Por más costas, imperios, caras, playas o nombres a los que me enfrente, no tengo más opción, nunca.  



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martes, 11 de marzo de 2014

Saquen la Maizena

Desde que la gente empezó a considerar las redes sociales como un espacio propio para el debate político, la Maizena, las caravanas, las camisetas y todo el ruido que invadía las calles de Bogotá, hace veinte años, en días de elecciones, fue reemplazado por tuits. El domingo pasado, como cada cuatro años, y como la familia ejemplar que somos, mis papás y yo fuimos a votar, todos juntos. Sin imaginarme la indignación que me invadiría en la noche y al día siguiente, sonreí cuando mi mamá me dijo “Te habría encantado ponerte una camiseta de Galán y tirarle Maizena a la gente”. Y sentí nostalgia por algo que nunca experimenté.

La personificación

Tal vez por la inocencia propia de haber votado solo dos veces en mi vida, ejercí mi derecho al sufragio confiando que mis candidatos ganarían. Llegué a la mesa 35 de mi puesto de votación, los jurados me dieron los tarjetones, yo les di mi cédula y me aparté al cubículo, para tachar exactamente los números y los partidos de mi preferencia. Creí que iba a ser fácil, pero al enfrentarme a semejantes pliegos de papel, de un momento a otro, se me olvidó absolutamente todo.

La cantidad de casillas, de numeritos, me recordó al sufrimiento que pasé presentando el ICFES. Cuando logré sobrepasar semejante amargura de recuerdo, lo primero que vi fue el logo partido Centro Democrático, es decir, exactamente la silueta de Álvaro Uribe Vélez. Me tomé un par de segundos para digerir el hecho de que no le ofrecía al elector la opción del voto preferente. Sentí náuseas.

Cuando el malestar disminuyó, entendí que Centro Democrático no ofrecía voto preferente, porque –sinceramente- la gente votó no por el partido sino por su creador, homónimo y presidente, Álvaro Uribe Vélez. Salimos de votar y les comenté mis nauseas a mis papás. Les dije que me parecía inadmisible que un partido político fuera así de subordinado, dependiente de su líder. Mi papá, satisfecho con su adoración a Uribe, lo defendió diciendo que, desde la Revolución Francesa, los partidos habían sido guiados por ideas y principios individuales. “Sí” –le dije-, “pero nunca hubo un partido que se llamara ‘Los libertarios de Montesquieu’”.

De acuerdo con Cárdenas, la mediatización de las campañas, el que mi mamá me haya dicho que me habría encantado tirar Maizena pero que ya nunca lo voy a vivir, “ha llevado a un proceso de transformación de los procesos electorales al existir una mayor cantidad de información (…) Todo esto ha llevado a que los partidos políticos vayan cediendo su papel protagónico en la contienda electoral frente a los candidatos”. (p. 5)

Aunque sí, el voto no era preferente y las personas votaban por el partido entero, no ha habido un ejemplo más claro de esto, porque la gente no votó por Centro Democrático. No. Votó por “el partido de Uribe”. “Igualmente van surgiendo movimientos unipersonales que van modificando el tipo de voto dando un tránsito de la votación por partidos a la votación por candidatos”.  (Cárdenas, p. 4) O por carisma, o por credibilidad o por imagen, a los candidatos se les dota de la legitimidad carente de los partidos. La cuestión es que, a mi parecer, Uribe no tiene ninguno de esos tres.

En la noche, llegamos a la casa a esperar los resultados. Cuando vi que mi candidato al Senado no había alcanzado los votos necesarios para ser elegido, me conformé. Algún día me iba a tocar perder.

La abstención

Todo menos conformismo fue lo que sentí al ver la inmensa cantidad de personas que se habían abstenido de votar ese día. Inclusive, un pueblo en Bolívar había decidido plantarse en los puestos de votación sin generar un solo voto.  “La caracterización del comportamiento electoral parte de considerar fenómenos como el tipo de población asentada en el territorio, su idiosincrasia y costumbres culturales, los modelos económicos predominantes, y su reflejo en la organización social y las relaciones de poder prevalecientes en las regiones del país”. (p. 7) Es cierto que cada región del país vota de acuerdo al contexto en el que se encuentra, y ese contexto está determinado por una serie de factores que varían sensiblemente de acuerdo a la geografía.

Pero es cierto también que debe haber otra serie de factores que consiguen uniformar todas las regiones en una conducta similar o perfectamente igual, que es no votar. “Este panorama fue muy evidente en la década de los 90`s con los recurrentes escándalos de corrupción política en Colombia que llevaron a un descenso de la imagen favorable de las instituciones y a un desprestigio de los partidos políticos”. (p. 10) Valdría la pena preguntarse qué tan legítima es una elección en la que la gente no cree; o qué tan legítima es una democracia de la que los ciudadanos desconfían, y desconfían tanto que prefieren no formar parte de ella.

Triste es que la gente vote por José Obdulio Gaviria, o por Álvaro Uribe, o por Roberto Gerlein, pero más triste es que no voten en lo absoluto, creo. “La legitimidad y la imagen favorable de los distintos órganos de elección popular, salvo los cargos ejecutivos, ha disminuido con los más recurrentes escándalos de corrupción y vínculos de políticos con grupos paramilitares”. (p. 11) Lo que tenemos son razones para no creer en la democracia, pero llegar una noche después de elecciones con las esperanzas elevadas, creyendo que –por única vez- algo va a ser distinto, es solo resultado de la inexperiencia.

Más de dos millones de votos fueron anulados. Además de que la gente no vota, vota mal. Hablar de tendencias electorales sería ignorar que la tendencia nacional es la abstención, porque, a decir verdad, hay más participación en los reality shows. Mi desesperación, combinada con el desprecio que me genera Uribe Vélez, me ha llevado considerar alternativas como que no se imponga la Ley Seca y que la gente vote alegremente; o que en vez de ir a las urnas, se envíen los votos por medio de mensajes de texto.


Colombia padece de enaltecer a sus políticos como si fueran seres superiores. Verlos lejanos solo hace más satisfactorio tocarles la mano cada vez que visitan el pueblo de turno, y mucho menos apropiable el derecho que tiene cada quien, de exigirles que cumplan con lo que dicen. Los políticos también hacen fila, les falla el celular y se les ensucian las gafas. El día que los electores entiendan que quienes hacen el favor son ellos y no por quienes votan, se me van a pasar las náuseas. 

Pero voté por Juan Pablo

A pesar de que hoy en día no es extremadamente difícil pensar en política sin partidos políticos, estos no le fueron innatos. Andrés Malamud en su texto ‘Partidos políticos’ afirma que inclusive fueron aceptados, en primera instancia, por nada distinto a la resignación.  De esta manera, el autor hace un recorrido histórico por de la naturaleza de estas agrupaciones políticas, demostrando que no solo sería erróneo sino inútil intentar clasificarlos de acuerdo a una sola perspectiva.

Las agrupaciones en la política y su origen puede atribuirse a diversas fuentes, dependiendo del contexto y del marco teórico que se tenga en cuenta. Sin embargo, “La institucionalización de grupos diversos, a través de asociaciones representativas de cada parte, los haría converger en el objetivo de coadyuvar al interés común del gobierno nacional”. Así, aceptar el disenso y canalizar las divisiones terminó siendo favorable para la creación y consolidación de partidos.

Con la representación organizada de cada una de las partes interesadas, los partidos políticos adquieren el valor de pluralidad y diversidad propia de las sociedades. “… otros los conciben como el instrumento político de un movimiento de integración policlasista, nacional, y/o popular, que licua las diferencias de clase y procesa el conflicto de manera vertical”. Así, lo que al principio parecía el ahondamiento de las distancias provocadas por las diferencias, terminó convirtiéndose en el medio perfecto para acortarlas y trabajar por el consenso.

Mediante los partidos van comprendiendo que la militancia debe dejar de ser tan selectiva y exigente, dado que la finalidad última son los votos. “La lealtad de los partidos deja de ser una exigencia de la identidad de grupo o de clase, pues la diversificación de roles así lo determina; al mismo tiempo, éstos también pierden su indispensabilidad como organización mutual”. Así, el cuerpo electoral puede dejar de casarse con un solo partido, como pasó en Colombia en los años 50 con el partido Conservador y el Liberal, y empezar a identificarse, a votar, dependiendo de las necesidades particulares que necesita suplir al momento de las elecciones.

Hoy hubo un conversatorio con candidatos al Congreso en la Universidad de La Sabana. Solo porque no tenía idea de por quién votar, fui a ver qué me ofrecían. Los expositores eran Rodolfo Arango, del Polo Democrático Alternativo; Ana Mercedes Gómes, del Uribe Centro Democrático; Ati Quigua, líder indígena y Concejal, y Juan Pablo Salazar, del Partido de la U.

A parte de varias impresiones, la más evidente para mí fue entender que Salazar era del Partido de la U. A grandes y simples rasgos, ese partido es conservador, muy conservador, tan conservador que un hombre joven, con el pelo largo y en silla de ruedas parecería fuera de lugar dentro de él. Más aun entendiendo lo que afirma Malamud con respecto a los partidos: “… movidos por fines propios que trascienden los objetivos que les dieron origen, al tiempo que también superan y transforman los interesas que los integran”.

Salazar terminó sorprendiéndome muchísimo más a medida que hacía su intervención. El tema era la legislación posterior al proceso de paz en La Habana y Salazar hablaba de reconciliación, de perdón y olvido, tres conceptos que –a mi parecer- ni siquiera se escuchaban en susurros por el Partido de la U. Hoy he alcanzado a entender que los políticos se aproximan a los partidos que los apoyan más que a los que se sienten afines.

Admito que, sin haber escuchado a Salazar, con solo ver su foto al lado de una U, ni me habría interesado recibir un volante o hacer clic en su nombre. Porque así como los partidos cargan con el peso de sus miembros, los políticos también tienen que afrontar las consecuencias de ser parte de uno o de otro.

Los partidos políticos comenzaron siendo la expresión de facciones y agrupación de aquellos que coincidían en materias de importancia en su contexto social  político. Hoy, por lo menos en Colombia, quienes están encargados de mantener una reputación favorable no son nada más los políticos sino sus partidos, que cargan con el peso, bueno o malo, de generar recordación nada más con sus logos. Es una clara prueba de que, sin duda alguna, los partidos sí pueden ser considerados como organizaciones.