miércoles, 28 de septiembre de 2016

Tranquilos, hijos, el 2 de octubre yo voté Sí

Antecediéndome a la necesidad de contar esta historia, en una tarde fría de octubre de 2036, alrededor de una chimenea, comiendo maíz pira, tomando cervecita, para bajar el asado que nos acabamos de comer, decidí escribir mientras tengo las memorias frescas y a la mano. 


Era 26 de septiembre de 2016, eran las 4 de la tarde y estaba haciendo sol en Bogotá. Tomé un bus que iba para el centro. Tenía puesto un abrigo negro de paño, que no me ponía en una posición muy favorable frente al clima. Sin lugar a dudas, me tocó parada en el bus. Era uno como los que ven por la calle, niños, porque si tuviéramos metro, esos buses ya no existirían. 


Me bajé del bus cerca al Bronx, un barrio en el que mataban y desaparecían gente, violaban y explotaban niños que se acostumbraron a consumir drogas, pero un alcalde heroico entró y acabó con todo en una operación militar. Fin. Mentira, por supuesto que ese no fue el final. Los responsables de esos crímenes solo se movieron unas cuadras y con ellos todos sus actos repugnantes. A los habitantes de la calle los mandaron para el Chocó o para el caño de la calle 13. Pero, de que se acabó con el Bronx, se acabó. 


Subí por la calle 15, desde la carrera 10. Me sedujeron innumerables libros, libritos, libreros y librerías, pero llegué ilesa a la carrera 7. Allí, me uní a una estampida de mamertos, gomelos, hippies, hípsters, estudiantes en uniforme, estudiantes en jean day, profesores cuchilla, profesores vagos, viejos, millenials, ñeros, floggers, góticos, flacos, gordos, crossfiteros, vegetarianos, veganos, indios, negros, maricas, mariconsitos, no tan maricas, ingenieros, secretarias y mensajeros. 





Como si se tratara del fin del mundo y sin importar quiénes éramos, ni en qué creíamos, todos caminamos en la misma dirección, en búsqueda de la salvación. Así no más y así de sencillo. Y sí era un asunto de vida o muerte, porque solo algo tan universal puede importarle tanto a tanta gente. 


Caminamos como borreguitos, doblando las mismas esquinas, haciendo las mismas filas, hasta llegar a la Plaza de Bolívar. A todo decíamos que sí. Que tome el afiche, que baje la sombrilla, que tómeme la foto, que abucheemos a Maduro, que cantemos el himno, que cantémoslo otra vez, que perdonemos a las FARC, que paz mi pez. 


El sol se puso y por última vez vio a Colombia en guerra. Con la ausencia de luz llegaron las botellas de aguardiente y los pianos de la selva. Faltaban 5 días para que, en las urnas, la misma muchedumbre heterogénea cantara al unísono un sí sin bemoles. 


sábado, 24 de septiembre de 2016

La familia iraquí que llegó a Buenaventura en un buque de melones

Malak tiene 22 años. Nació en Irak. Es la mediana de 3 hermanos. Una hermana mayor, de 24 años, y uno menor, de 20. Viven con sus papás. Ella tiene los ojos verdes, como el verde del mar cuando la arena es blanca en el fondo y está haciendo sol. Son dos circunferencias perfectas rodeadas por una delgada línea oscura, y en el centro, las pupilas que pueden someter al que sea y lo que sea, como a la serie de eventos desafortunados de esta historia.



El plan era llegar a Estados Unidos, Australia o Nueva Zelanda, pasando por Malasia hasta Turquía. En dos semanas, vendieron todo lo que tenían. Ropa, carros, muebles, electrodomésticos, el café, el salón de belleza, las pijamas, y los cinco Hadi llegaron a Malasia hechos millonarios.

Al cabo de un año, decidieron que ya estaba bueno de vivir como ricos y retomaron el rumbo hacia Turquía. Allá se vende transporte ilegal de personas como acá se vende Vive 100. Siempre se te acerca alguien ofreciéndote sacarte de allá y llevarte a donde sea, porque conoce a un amigo que tiene un primo que tiene una novia que tiene un vecino que trabaja con barcos. Fue así como el papá de Malak accedió a pagar 75 mil dólares a cambio de que los llevaran a Estados Unidos.

Melak y su papá.


Tres días después, en el muelle había un buque negro, inmenso, que transportaba fruta, olía a fruta podrida, tenía restos de fruta por todas partes y era el transporte de la familia Hadi. El artífice del viaje les quitó los celulares, los pasaportes y todo lo demás, y los metió en un cuarto oscuro, que olía a fruta podrida, con un baño repugnante y 5 alfombras para dormir. Nada más.

Por no saber cuándo se ponía el sol, los Hadi no saben exactamente cuánto tiempo estuvieron en ese cuarto. Calculan, más o menos, que fueron casi 2 meses. Escuchaban a los marineros-fruteros hablar en turco y trabajar afuera de su cuarto, y ese era el único contacto con el exterior. Solo comían atún. Atún en lata día y noche, sin saber cuándo era el desayuno y cuándo era la cena.

Un día de octubre del 2015, la puerta del cuarto oscuro se abrió y en turco les dijeron a los Hadi que se bajaran, que el viaje había terminado, por fin. En el barco los recogió una lancha, que los dejó en el muelle, donde los recogió un taxi, que los llevó a una parada de bus, que cuando pasó, lo tomaron durante 4 horas, hasta llegar a un hotel. Solo pensaban en dormir en camas, reencontrarse con el sol y comer algo que no fuera atún.

Melak y sus hermanos. 

Durmieron como marmotas. Al otro día, esperaron a que el responsable de su viaje les diera indicaciones, les devolviera los pasaportes, los celulares, les dijera adiós, pero no. El don se voló. Los Hadi entraron al cuarto del ladrón y no había nada sino los 2 peores celulares de la familia. Uno era el de Malak.

Bajaron a la recepción, preguntando por el zángano y la señorita les exigió a los orientales que pagaran la cuenta o se largaran. Con unas borrosas nociones de inglés, los Hadi preguntaban si estaban en América y la señorita, muy sincera, les dijo que sí. La siguiente pregunta fue:  “¿Miami?” Y la respuesta fue: “Cali”.

Llanto. Desconsuelo. Solo tenían lo que llevaban puesto y el uno al otro. El único que había escuchado de Colombia era el papá, gracias al narcotráfico y la guerra. Se dieron por muertos. “Stay strong, we’re gonna die tonight, but stay strong”, recuerda Malak lo que decía su papá ese día. Con otras borrosas nociones de efectividad, la recepcionista llamó a la Policía que llamó a Inmigración para que fueran al hotel. Llegaron unos funcionarios en una pick up y montaron a los Hadi en el platón.

Después de atravesar la sucursal del cielo en el vagón de una pick up, los cinco iraquíes llegaron a su celda, en la que había 4 catres. Hubo pelea para ver quién dormía apretado o en el piso. Ahí duraron 4 días, hasta que a alguien se le ocurrió llamar a un libanés que vive en Cali para que tradujera. 

El traductor insistía con sus preguntas si los Hadi eran parte de una milicia o tenían planes de acabar con Colombia, porque la ignorancia sobre el Islam no conoce fronteras, igual que las aspiraciones humanas cuando se trata de encontrar la felicidad. Ellos insistían de vuelta que solo querían irse de acá. Les ofrecieron asilo y pasaportes, o la legalidad durante 5 días para gestionar su salida de este trópico mortal. Se negaron a recibir pasaportes y se fueron con los 5 días contados.

Melak y su mamá.

Alguien les dijo que se fueran para Medellín, así que fueron. Sin un peso, sin haberse cambiado de ropa, con el almuerzo de la celda en el estómago y nada más. El aire acondicionado del bus estaba a reventar y Malak se congelaba. Por eso no pudo dormir. "Solo quería que el bus siguiera andando. Si paraba el bus, me tendría que bajar y no teníamos a dónde ir. Si me daba hambre, no podía parar a comprar comida porque el bus se movía y no porque no tuviera con qué comprarla", cuenta en su inglés auto aprendido, las lágrimas secas en las mejillas y los ojos siempre brillantes e incisivos. 

En la parada que hizo el bus para que los pasajeros con plata almorzaran, apareció un hombre con genética árabe que se le veía en la barba. Venía en otro bus que también hizo la parada en ese restaurante, a esa hora, ese día. Malak lo vio y decidió saludarlo. Assalamu alaikum. Y el personaje respondió “Alaikum assalam”. De repente no sintieron hambre, frío ni sueño. Este hombre, cuya identidad es un misterio, le dio un contacto a los Hadi, de una mezquita en Bogotá, en la que los iban a ayudar.

Una vez en Medellín, tomaron otro bus para Bogotá. Cargaban con ellos el contacto de un funcionario de Inmigración, que explicaba lo que estaba pasando a las personas de las taquillas y así conseguían subirse al Bolivariano. El viaje Cali, Medellín, Bogotá lo hicieron completamente en ayunas. Llegaron a la capital y un taxista los llevó gratis a la dirección de la mezquita que les había dado el árabe del bus. Los recibieron como se recibe a un hijo y les dieron té. "Quise congelar el té para tener algo qué masticar", recuerda Malak entre carcajadas. 


Han pasado 11 meses desde que los Hadi llegaron al puerto de Buenaventura. Hoy tienen pasaporte colombiano y les sorprende que tengamos tantos tipos de panes. Pan de coco, pan de leche, pandebono, pandeyuca. Viven en un cuarto de una mezquita en el barrio Nicolás de Federmán desde que llegaron a Bogotá. 

El cuarto de los Hadi, en el segundo piso de la mezquita.

La hermana mayor estudió Comunicación Social y hoy trabaja en un restaurante. Malak no quiere estudiar, pero ha trabajado como extra para Narcos. Le gusta Ginza, de J Balvin, aunque no sepa qué dice la letra. Sus ojos siguen siendo su arma más letal, aunque compiten con su encanto y humor. El plan de la familia es montar un restaurante iraquí, atendido por su dueño, porque los Hadi ya no se quieren ir. Así como la mirada de Malak es imbatible en cualquier lugar del mundo, cada rincón del planeta puede sentirse un hogar si cuando pides ayuda te la dan.


Los Hadi nunca volvieron a comer atún.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Colombia debe aprender a perdonar como yo aprendí a clavarme a la piscina

Clavarme en la piscina ha sido de las cosas que más esfuerzo me han costado en la vida. Decenas de vacaciones pasé parada al borde del agua, siguiendo toda clase de teorías y consejos que mi abuelo, mi mamá, mis tías, mi papá y hasta mi hermana menor me daban. Los brazos por arriba del cuello, dobla las rodillas, no tanto, junta los pies, sácalos un poco, une las manos, impúlsate hacia adelante, ¡que no separes los pies!, ¡salta, salta!, no, ven, otra vez. 


Mi hermana y yo de vacaciones. Ella ya sabía clavarse. Yo, no. 

Aunque ni yo lo crea, hoy sé clavarme a la piscina y me enorgullece. Sin duda, me dio miedo. Miedo de romperme la cabeza, un diente, miedo de ahogarme, pero, sobre todo, miedo de no poder. Y es que nadie sabe de lo que es capaz hasta que lo consigue, por obligación, coincidencia o dignidad (como me pasó a mí, porque hasta mi hermana menor sabía clavarse a la piscina y yo no. Pero no, no me iba a dejar y no me dejé). 

Kubo and the two strings es otra de esas cosas que los seres humanos alcanzamos sin saber que podíamos, como clavarme a la piscina. Es una obra de arte majestuosa, completa y articulada. Stopmotion en su máxima expresión, diálogos y oraciones llenas de sentido, póngalas donde las ponga; la tecnología al servicio del arte y no al revés, y una bellísima versión de una de las más grandes canciones escritas por mi Beatle preferido. No le falta nada. 

Pero lo más bonito de Kubo es que puso en evidencia ante mí, y ante todos los papás que llevaron a sus hijos a cine, creyendo que era una película para niños, la verdadera gracia de la práctica que siempre ha atemorizado los seres humanos: perdonar. 

Colombia debe aprender a perdonar como yo aprendí a clavarme a la piscina. Vacaciones tras vacaciones, intento tras intento, con las mejores intenciones, sin rencores, con cicatrices pero sin miedos. Con los ojos rojos de tanto intentarlo, pero de cabeza. Yo te entiendo, Colombia, tienes miedo de no poder, pero si yo pude, tú también vas a poder.