domingo, 12 de febrero de 2017

Bogotá ha muerto

Mi abuela, que fue señorita Bogotá y no entiende muy bien la diferencia entre pervertido y homosexual, me cuenta que la ciudad era mucho más fría; que la pinta obligada era gabán, guantes y sombrilla.  Según el IDEAM (Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales de Colombia), siempre amanece con chubascos, soleado a las 11, lloviznas a las 3, nublado a las 5 y vientos a las 7. He llegado a pensar que el encargado de escribir el horóscopo está también a cargo de pronosticar el clima. El cielo es el cielo, al fin y al cabo. 

Hay que reconocerle al IDEAM (o al del horóscopo) que es muy disciplinado para predecir la temperatura de las horas pasadas. El 8 de febrero en la noche, los cachacos nos enteramos de que habíamos vivido el día más caliente en la historia de la nevera. A las 2 de la tarde, fuimos la única ciudad del mundo que alcanzó 25 grados centígrados con los calcetines puestos y las camisas abotonadas. A los rolos de pura sepa les empezó a sangrar la nariz. En las oficinas, quisieron prender los aires acondicionados que siempre consideraron parlantes. Los costeños enviados a triunfar a la capital se sintieron en casa. Los ambientalistas repartieron culpas, el resto conoció la libertad de poder salir sin cargar chaqueta, se secó toda la ropa que se lavó esa mañana y fue un día frustrante para los coleccionistas de medias y vendedores de paraguas. 

Amaneció el 9 de febrero y el IDEAM pronosticaba chubascos, soleado a las 11, lloviznas a las 3, nublado a las 5 y vientos a las 7. Libra, velas amarillas. Retadores, los rolos volvieron a abrigarse. Como si el calor fuera Jean-Baptiste Grenouille, todos acordaron eliminar su recuerdo bochornoso (literalmente) y continuar como si nada con sus destinos cundiboyacenses. Hay algo de exclusividad en el frío, a tal punto que decirle “calentano” a alguien es despectivo. 

El 8 de febrero, Bogotá murió: se convirtió tierra caliente, todo el país se había enterado, Twitter estaba lleno de memes burlándose de la desgracia de los friolentos sancochados y la solución fue ponerse el saco. 

Para mí no. Me puse un esqueleto, medias cortas, escuché Diomedes Díaz y empaqué las gafas de sol. Había traicionado a Bogotá, a mi abuela, al gabán, al IDEAM. El sol va a seguir saliendo orgulloso, picante, riéndose de que Bogotá no tenga mar, que tenga un río al que nos podemos meter pero no salir vivos. Así que me adapté. No quiero morir de frío y tampoco de calor, más bien, como dice Diomedes, yo no me quiero morir.