domingo, 13 de enero de 2013

Las Vacaciones de Amparo


Todos tenemos puntos débiles. Al principio de la vida son representados materialmente. Hello Barbie, hi Ken, y así atravesamos a la pubertad creyendo que Mick Jagger es un estilo de vida, moribundos pasamos por la adolescencia y las debilidades se llaman Jack, Johnnie o Cariñoso, hasta que nos gritan en la cara que somos tan frágiles como amamos. De todas formas, he tenido una debilidad infinitamente fiel. Nació, creció y ha cambiado al mismo ritmo que yo. Es mi dentadura.

Yo podría escribir un extraordinario libro que se llamara 'Las Épicas Aventuras de Henry'. Henry es mi cirujano maxilofacial. No desacreditaré ningún procedimiento quirúrgico pero, las cirugías hechas en mi boca, a manos del bárbaro y ágil de Henry, no tienen comparación. Y eso dejando a un lado mi sacrificio pues, yo no le deseo la muerte a mis enemigos sino que -algún día- lleguen a sentarse en el taburete de Henry.

Sammy es amigo de Henry. Se llaman así a propósito, para que yo pueda escribir sobre ellos y sea fácil ilustrarlos. Sammy es mi ortodoncista, odontólogo y peor pesadilla. Cuando estaba inmersa en la dolorosa pubertad, tenía que ir una vez al mes a su consultorio. En esa época conocí a la enfermera que trabajaba con él. Tenía un excelente nombre de enfermera. Se llama Amparo y todavía asiste a Sammy. En fin. En mi visita mensual, Sammy cogía unos alicates, con los que ajustaba una tuerca y la giraba. La giraba y yo experimentaba la muerte mes tras mes. Mientras tanto, yo estaba en el taburete rogándole amparo a Amparo. Ella me miraba con impotencia y me secaba las lágrimas con una servilleta de las baratas. En realidad no eran unos alicates y no era una tuerca pero, así se sentían. No es difícil concluir que -durante la pubertad- mi boca era una ferretería.

Al fin, las hormonas dejaron de secretarse tan desequilibradamente y la mocedad terminó. No le guardé rencor a Sammy y por eso sigue siendo mi odontólogo. Hace poco tuve que ir a por una profilaxis. Me senté en la sala de espera y vi el mismo cuadro de Henry Matisse de siempre, en la pared de siempre y que me observa como siempre: se ríe de mí. Maldito cuadro. Me ha visto llorar, gritar de dolor. Me ha visto sonreír con cauchos, tuercas, pegantes y alambres en la boca. Yo he estado sentada frente a él, esperando que Amparo pronuncie mi nombre y sabiendo muy bien que no podré salir caminando para mirarlo de vuelta. Pobre cuadro. No tiene la culpa de que yo lo odie.

El odontólogo

Era miércoles. Estaba frente a Matisse una vez más. Algo andaba mal. Amparo estaba de vacaciones. Sammy no iba a tener piedad entonces. En el iPod puse una canción que me llenara de coraje y la pausé cuando el reemplazo de Amparo dijo mi nombre. "¿Manuela?"-. Me paré de un golpe y me senté en el taburete, con experiencia. A Sammy ya se le ven las canas. Lo conocí cuando su pelo era por completo castaño. Ahora es absolutamente gris. Me saluda y pregunta por mis papás. Con monosílabas le hago entender que todo en mi vida iba bien hasta que me tocó sentarme frente a su cuadro de Matisse nuevamente.

Y empieza el inconfundible sonido del taladro. Así es como yo lo llamo, aunque en el mundo de la odontología se llama 'pieza de baja velocidad'. Considero que es un nombre demasiado inofensivo para la función que cumple en la vida real. Mis oídos empiezan a remembrar. Les siguen cada una de mis partes. Mis manos sudan y mi boca está completamente abierta. Cuando Sammy mete la puntica del taladro en las muelas de más atrás, me quedo sin escuchar nada, como si me quedara sorda por unos instantes hasta que Sammy decide enfocar la tortura en otro molar o canino. Pienso que uno tiene que haber sufrido mucho de chiquito para llegar a ser odontólogo profesional. Entonces me imagino a Sammy almorzando solo en el colegio, jugando solitario en los recreos y limpiando sus cuadernos del kumis que se le regaba en la maleta. Ser odontólogo es una manera de vengarse del mundo. Eso y ser un cuadro de Matisse colgado en una sala de espera.

Me entra la nostalgia por Amparo y por que alguien me ampare también. El agudo taladro no deja de sonar ni de hacer retumbar mi boca, mi cara, mis pies. Suena el teléfono y Sammy se detiene porque es Amparo la que suele contestar y ella no está. De repente amo la ausencia de la mujer así como al desconocido que está detrás del teléfono. Recupero la compostura e inmediatamente vuelve el taladro a mi boca.   Me doy por vencida. Empiezo a perseguir la luz. La luz que está en el techo del consultorio. Dicen que perseguir luces es lo que hay que hacer cuando son lo único que se ve. La persigo pero yo sigo botada en el taburete, tan vulnerable como cualquiera en un taburete. Cuando ya he perdido la esperanza, el taladro se detiene y Sammy se quita el tapabocas. El taburete se endereza y vuelvo a ser libre. Así se debe sentir un perro sin correa. Un perro sin correa en el parque.

Me paro. Controlo mis pies para que no corran. Le doy las gracias a Sammy por tan honorables beneficios. Me despido como si nunca lo vaya a volver a ver. Él lo nota y me dice: "Nos vemos la otra semana. No he acabado". Había sido tonto de mi parte creer que esto iba a terminar así de fácil. Va siendo el año en el que entienda que soy debil, muy debil en lo que respecta a la odontología, y lo seré siempre. Le doy una sonrisota a Sammy, como si me alegrara la existencia no tener que extrañarlo y me voy. Paso frente a Matisse otra vez. Sus carcajadas me aturden pero las silencio con una mirada de desdén. Matisse no me derrotará. La batalla continuará el miércoles, a la misma hora de siempre.



viernes, 11 de enero de 2013

De mal de madre


Tuve una gran profesora de español. Era grande en todos sus sentidos y en una clase se le escapó una de sus conclusiones, de esas que resultan únicamente después de la experiencia íntima e individual. Nos dijo que las mujeres, por el simple hecho de tener la capacidad de dar vida, tenemos un concepto del mundo completamente distinto al de los hombres. Recuerdo el instante con la misma puntualidad que no tengo para hilar los pensamientos que le siguen. Pienso en Cleopatra, Juana de Arco, Frida Kahlo, Policarpa Salavarrieta, en mi madre pero, sobre todo, en mi abuela. Hoy fui a su casa y ella no estaba. 

Entre ir y venir dentro de los cuartos, me tropecé con dos libros que estaban bien acomodados en la biblioteca: una undécima edición de 'Rayuela' de 1969 y una segunda reimpresión de 'Caín' del 2010. Abrí con cuidado el de Cortázar, para no descoser las hojas ni la carátula que ya estaban agonizando, y calmé las incontenibles ganas de olerlo. El de Saramago lo abrí con más curiosidad que cuidado y leí unas páginas, hasta que alcé la cabeza y vi las cámaras otra vez. Admití mentalmente la genialidad de José y dejé los libros a un lado.

Sin título


Los nietos esculcamos. Personalmente, me inclino por una vieja colección de cámaras que pertenecía a mi abuelo. Las cámaras están acomodadas vanidosamente sobre un estante. Hay unas más jóvenes que otras pero todas sirven para ser admiradas nada más. Ninguna se había escapado de mis inquietos dedos, de mi nariz, incluso de mi lengua, excepto una que no estaba en el estante exactamente. Estaba arrinconada contra un arrume de revistas National Geographic; era la única con estuche de cuero hecho a la medida, que servía de morral porque tenía una correa adicional. Sin pensarlo dos veces, la tomé.

Encontré la manera correcta de abrir el estuche café. Sonó el botón desabrochándose: tac. Un sonido seco. Me empezaron a sudar las manos. Se desplegó una parte del estuche. Por dentro, era de terciopelo rojo oscuro. Se dejaron ver los lentes gemelos de una Yashica - Mat. Con timidez, me colgué la correa al cuello. Empecé a darle vueltas a la cámara, buscando una puerta, una ventana, lo que fuera que pudiese ser abierto. Accidentalmente abrí el visor de la cámara. Oí el sonido de dos piezas metálicas rozándose, parecido al de dos espadachines que pelean en silencio. Pude ver lo que estaba delante de mí precisamente dentro de la cámara. Fue la primera vez que sentí amor por la fisica.

Yashica-Mat

Seguí en mi búsqueda de botones, palancas, broches y tuercas. Mi corazón aceleraba el ritmo cada vez que yo oía clic, toc o pac. Las piezas que alguna vez debieron girar ya no giraban. El lugar donde alguna vez se impuso un elegante cuero negro estaba desnudo. Empujé una lámina de metal y -de la nada- apareció una lupa elevada sobre el visor. Puse el ojo en ella. Repetí mi ronda por cada uno de los botones que funcionaban, sin despegar el ojo de la lupa. Contuve el parpadeo. Encontré el foco y casi me pongo a llorar, y no exactamente por haber dejado de parpadear. 

Cuando ya había más confianza entre la cámara y yo, supe que era momento de desnudarla. Le quité el estuche de cuero café. Encontré otra rueda. Ésta sí giraba y la giré. Rrr rrr rr sonaba mientras la giraba. Rrrr rrr rr.  Cuando dejó de sonar se abrió mi sésamo. Vi la cavidad para el rollo. Adentro estaba escrito "Use 120 film only". Lo leí. Me sentí como si me hubieran confiado el secreto mejor guardado de la humanidad. Adentro estaba el esqueleto del último rollo que usaron en la cámara. Lo saqué y lo volví a meter unas cuantas, muchas veces. Después le di vueltas y vueltas, como si estuviera enrollando la cinta. Vueltas y vueltas. Cerré otra vez el espacio con la rueda que giraba. Abrí el visor. Saqué la lupa y me quedé enfocando y desenfocando por ella varios minutos. Vestí la cámara nuevamente y cerré el botón del estuche de cuero café. 

Me he encariñado con la cámara. No tanto como para ponerle un nombre, como a mis hijos. A las cámaras no se les ponen nombres porque las hace visibles y la idea es que no lo sean. El romance acabará cuando pueda tomar una foto con ella. Cuando deje de ser fin y se convierta en medio. Cuando ya sus clics, pocs, tacs y rrrs ya no me seduzcan por volverse cotidianos. Cuando deje de sorprenderme para volverse parte de mí y de mi maternal concepto del mundo. 

"Desnuditos, en pelota viva, ya estaban ellos cuando se iban a la cama, y si el señor nunca había reparado en tan evidente falta de pudor, la culpa era de su ceguera de progenitor, la misma, por lo visto incurable, que nos impide ver que nuestros hijos, al fin y al cabo, son tan buenos o tan malos como los demás". - Saramago (Caín)