lunes, 12 de marzo de 2018

Déjeme sano

Joaquín se sube antes que yo al carro, que parece más bien un camión pequeño. Son las 6:45 de la mañana. Cabemos juntos en la silla de adelante. Es una imprudencia, sí, pero es que el frío en la parte de atrás es criminal y podría congelarlo antes de que terminemos el trayecto hasta su colegio. Él enciende la calefacción con toda propiedad. Se asegura de que la temperatura más caliente le roce las pestañas. Lo comprueba poniendo sus manos sobre las rejillas, por donde efectivamente sale viento hirviendo. Listo, perfecto. Ahora sí podemos hablar. 

Cuando ha vuelto a sentir los dedos, se abrocha su reloj azul en la muñeca derecha. Es muy zurdo. Al reloj le suena la alarma 5 minutos antes de que se acabe cada recreo. Joaquín tiene 9 años, pero se comporta como un anciano jubilado al que Uribe le aumentó la edad de pensión. Entonces viene la pregunta que cualquiera como él haría justo hoy:

-¿Por quién votaste ayer? -me pregunta. 

Es precisamente la pregunta que nadie que valore la cordialidad quiere responder. Porque acá confundimos la campaña con la evangelización. Nos gusta algo y ya creemos que los que no sienten la misma afinidad están radicalmente equivocados. Y hay que iluminarlos, traerlos por el camino del bien, que las piedras no rompen vidrios blindados, que los venezolanos no paran de cruzar, que ahora los pantalones se usan más holgados y que no habrá papel higiénico para cuando toque cagar.  

Es un ambiente denso, por el clima que Joaquín había construido hermética y artificialmente dentro de la cabina. Es imposible conversar. Aunque abriéramos las ventanas ya empañadas -en las que jugábamos triqui-, en tiempo de campaña pasa igual. Casi ni se puede respirar. Mejor tener charlas triviales, solo porque no sabemos dejarnos en paz. Oh, qué linda coca para traer tu almuerzo, no sé si ir a D1 o a Justo y Bueno, cómo ha crecido tu bonsái, qué más, qué hay. 

Falta ligereza. Faltan chistes y sobran regaños. Menos cadenas de WhatsApp y más memes. Nadie convence a nadie de votar por alguien. No sé quién les dijo que tenían semejante potestad. Entiendan que la democracia es como el amor; que algunos no creen en él, pero que al fin y al cabo, uno se enamora solito, sin ayuda de nadie, incluso desobedeciendo reglas y consejos; terco. No hay que preguntarle a alguien porque sabe más o sabe mejor, cada uno sufre con quien cree que le provoca menos dolor, y el amor siempre se hace el ciego como el Registrador.

No hay moral para votar. Está bien con hacerlo y ya. No se lo tomen tan a pecho, no vaya a ser que los incapaciten por tensión alta o -de tanto gritar- se enfermen de la garganta. Como está haciendo James, hay que reservarse para el Mundial o, como hace Joaquín, que le basta con escuchar: 


-Por mujeres -le dije. 
-¿De qué colores? 
-Verdes. 
-Ah, ya. 


viernes, 9 de marzo de 2018

Cómo aspirar a ser infeliz y fracasar


Dicen que solamente se es consciente de la felicidad cuando se acaba; que uno va por ahí siendo feliz sin darse cuenta, hasta que lo sorprende la desgracia. La tristeza funciona  diferente. Tiene sus convenios y sedes oficiales, en donde la gente se reúne -con o sin planearlo- a ser miserable. Conozco y frecuento un lugar de esos, en el que todos, sin excepción, se deprimen al tiempo. La nostalgia se cuela por entre las grietas, con mayor facilidad que el aire fresco. Es el sitio en el que todos son infelices desde que llegan, o desde concebir la idea de que se va para allá: el Transmilenio.

Tiene una característica fundamental, compartida con el camino hacia la infelicidad, y es que todo siempre pasa como ayer. La monotonía es un camino sin atajos hacia odiarlo todo por igual. Como esa y cada tarde, todos caminaron con la misma parsimonia hacia las mismas estaciones, porque todos siempre necesitaban los mismos buses, a las mismas horas. Llegaron a los mismos muelles, esperaron los mismos minutos y dijeron mentalmente los mismos insultos. Creyeron haberse salvado del mismo diluvio, hasta que llegó el mismo hijueputa bus que el jueves. Era viernes.


Los Transmilenio son los únicos buses del mundo que exhalan cada vez que se detienen. Como recobrando alientos, resignados, oxidados, mamados de trabajar, trabajar y trabajar en la industria de la infelicidad. El B14 exhaló y ese aire tibio fue nuestra señal. Quienes lo esperábamos entendimos, y de inmediato nos comportamos como ganado para poder entrar. Adentro, todo pasó igual.

Una mujer se quitó los tacones, mientras del bolso sacaba unos tenis blancos, con tres rayas negras a cada lado, marca Adidas. Un señor de corbata, que llevaba colgado en el cinturón el carnet que lo identificaba en su oficina, hablaba con su amor y le decía que ya iba en la calle 146. Íbamos en la 100. Una estudiante de algún arte dormía contra la ventana, ya empañada por su aliento. En las piernas llevaba un tubo de plástico negro, con tapa, de un metro de altura, de los que les sirve a los arquitectos y diseñadores para cargar planos y se subió a cantar un venezolano.

Estaba acompañado, pero solo yo me di cuenta. Su acompañante se sentó en una de las sillas que estaban libres y él se recostó en la puerta. Estaba callado, pero tenía un parlante debajo del brazo. Exhaló como los buses. En el parlante empezó a sonar la pista mal editada de una canción de Víctor Manuelle y el veneco prendió el micrófono. Dijo que se dedicaba a cantar, pero que nunca lo había hecho enamorado, miró a la mujer que estaba con él, ella le quitó la mirada y él siguió cantando.

“Haré que el mundo se te olvide, que entorno a nosotros gire” cantaba el veneco. Yo seguía la letra con los labios, porque padezco de saberme todas las canciones. El cantante se dio cuenta, me puso el micrófono al frente y yo respondí cantando. Sin esperarlo, había cumplido mi sueño en un bus miserable y él sumó puntos con su amada. Los demás pasajeros siguieron en sus viajes introspectivos y nostálgicos, excepto nosotros tres. Algo es algo.

miércoles, 7 de marzo de 2018

Le pediré a San Fermín que te bendiga


Cuando volví a Bogotá, supe que todo era mentira. Cada palabra que ella escribía, enviaba y que yo leía inmediatamente después, en el chat, era mentira. Yo no lo sabía todavía. Hay algo que mi generación es la primera en padecer. Algo que nuestros padres, abuelos o incluso hermanos mayores ya nunca experimentarán y es terminar con alguien por chat. Aunque yo estuviera en una de las fiestas que más júbilo le ha regalado a la humanidad durante siglos, me quería morir de tristeza. La ventaja del internet es encontrar lo que sea en donde sea. La desventaja es que, sin importar dónde estés, te encuentra.

Yo estaba en Pamplona, en un piso de estudiantes muy disciplinados. Eran estrictos con la rutina de despertarse a la una de la tarde. La justicia los gobernaba y, tras jugar a las cartas, quien perdía asumía la derrota yendo por la cerveza del desayuno. Respetaban el código de vestimenta: blanco todo, menos el pañuelo y el fajón, que eran rojos. Tanta solemnidad no era algo nuevo, para un grupo comprometido con que no hubiera una fiesta en el mundo en la que no sonara Diomedes.

Ese rigor con que se preparaba el caos tenía lugar en el piso de los estudiantes y en todas las esquinas, cuartos, hoteles, bares y centímetros cuadrados de Pamplona. Nada podría entorpecer las contundentes y colectivas intenciones de emborracharse. Era imposible ser infeliz en una ciudad donde todo el vino era para todos, pero a mí me habían roto el corazón por WhatsApp.

Una mañana, como cualquier otra de Sanfermines, ya las cartas se habían jugado, el perdedor había traído la cerveza y ahora todos se acomodaban el fajón en el espejo. Como habitualmente lo hacíamos desde hace dos días, con actos ceremoniales nos disponíamos a emborracharnos. De fondo, esa vez y siempre sonó algo de Diomedes. Antes de salir, le escribí a ella, para saludarla y recordarle mi petición de que no me olvidara; decirle que la fiesta no iba a durar y que yo iba a regresar a Bogotá, pero ella no me esperaba.

Yo era la única mujer en el piso de estudiantes. Por más que mis tres acompañantes se esforzaran por acomodar el pañuelo y el fajón, yo terminaba por auxiliarlos. Y esa vez los auxilié, mientras ella me explicaba con razones inventadas que había dejado de esperarme. Razones incomprensibles que yo leía en mi celular mientras Diomedes daba paso a Jorge Oñate, para que sonara ‘Nunca comprendí tu amor’. La canción se terminó, yo derramé algunas lágrimas, mis amigos se dieron cuenta, pero su disciplina para alcanzar los objetivos de perder la consciencia más tarde, en un andén de Pamplona, solo les permitió consolarme con la botella de cerveza que yo debía cargar esa noche.

El lugar más feliz del mundo se me había convertido en la infamia más despiadada y todo por culpa del internet. Quise devolverme a pedirle que no me dejara y, después de seis tragos, quise quedarme para siempre y que -por internet- ella se enterara de lo poco que me esforzaba para disimular lo mucho que la quería.

Por fortuna, esta desgracia fue puntual y me sorprendió en los primeros días de fiesta. Viendo tanta fraternidad entre borrachos que no se conocen, es imposible dejar de creer en el amor. La última madrugada de Sanfermines, tanta sangría compartida desde el aire terminó manchando definitivamente nuestros uniformes blancos y a las 5 de la mañana, cuando cantábamos ‘Amarte más no pude’, decidí volver a Bogotá, pero con ella no lo puedo hacer ni en sueños.  




(Primer texto para el taller de crónica con Alberto Salcedo Ramos).