miércoles, 7 de marzo de 2018

Le pediré a San Fermín que te bendiga


Cuando volví a Bogotá, supe que todo era mentira. Cada palabra que ella escribía, enviaba y que yo leía inmediatamente después, en el chat, era mentira. Yo no lo sabía todavía. Hay algo que mi generación es la primera en padecer. Algo que nuestros padres, abuelos o incluso hermanos mayores ya nunca experimentarán y es terminar con alguien por chat. Aunque yo estuviera en una de las fiestas que más júbilo le ha regalado a la humanidad durante siglos, me quería morir de tristeza. La ventaja del internet es encontrar lo que sea en donde sea. La desventaja es que, sin importar dónde estés, te encuentra.

Yo estaba en Pamplona, en un piso de estudiantes muy disciplinados. Eran estrictos con la rutina de despertarse a la una de la tarde. La justicia los gobernaba y, tras jugar a las cartas, quien perdía asumía la derrota yendo por la cerveza del desayuno. Respetaban el código de vestimenta: blanco todo, menos el pañuelo y el fajón, que eran rojos. Tanta solemnidad no era algo nuevo, para un grupo comprometido con que no hubiera una fiesta en el mundo en la que no sonara Diomedes.

Ese rigor con que se preparaba el caos tenía lugar en el piso de los estudiantes y en todas las esquinas, cuartos, hoteles, bares y centímetros cuadrados de Pamplona. Nada podría entorpecer las contundentes y colectivas intenciones de emborracharse. Era imposible ser infeliz en una ciudad donde todo el vino era para todos, pero a mí me habían roto el corazón por WhatsApp.

Una mañana, como cualquier otra de Sanfermines, ya las cartas se habían jugado, el perdedor había traído la cerveza y ahora todos se acomodaban el fajón en el espejo. Como habitualmente lo hacíamos desde hace dos días, con actos ceremoniales nos disponíamos a emborracharnos. De fondo, esa vez y siempre sonó algo de Diomedes. Antes de salir, le escribí a ella, para saludarla y recordarle mi petición de que no me olvidara; decirle que la fiesta no iba a durar y que yo iba a regresar a Bogotá, pero ella no me esperaba.

Yo era la única mujer en el piso de estudiantes. Por más que mis tres acompañantes se esforzaran por acomodar el pañuelo y el fajón, yo terminaba por auxiliarlos. Y esa vez los auxilié, mientras ella me explicaba con razones inventadas que había dejado de esperarme. Razones incomprensibles que yo leía en mi celular mientras Diomedes daba paso a Jorge Oñate, para que sonara ‘Nunca comprendí tu amor’. La canción se terminó, yo derramé algunas lágrimas, mis amigos se dieron cuenta, pero su disciplina para alcanzar los objetivos de perder la consciencia más tarde, en un andén de Pamplona, solo les permitió consolarme con la botella de cerveza que yo debía cargar esa noche.

El lugar más feliz del mundo se me había convertido en la infamia más despiadada y todo por culpa del internet. Quise devolverme a pedirle que no me dejara y, después de seis tragos, quise quedarme para siempre y que -por internet- ella se enterara de lo poco que me esforzaba para disimular lo mucho que la quería.

Por fortuna, esta desgracia fue puntual y me sorprendió en los primeros días de fiesta. Viendo tanta fraternidad entre borrachos que no se conocen, es imposible dejar de creer en el amor. La última madrugada de Sanfermines, tanta sangría compartida desde el aire terminó manchando definitivamente nuestros uniformes blancos y a las 5 de la mañana, cuando cantábamos ‘Amarte más no pude’, decidí volver a Bogotá, pero con ella no lo puedo hacer ni en sueños.  




(Primer texto para el taller de crónica con Alberto Salcedo Ramos). 

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