Cuando volví a Bogotá, supe que todo era
mentira. Cada palabra que ella escribía, enviaba y que yo leía inmediatamente
después, en el chat, era mentira. Yo no lo sabía todavía. Hay algo que mi
generación es la primera en padecer. Algo que nuestros padres, abuelos o
incluso hermanos mayores ya nunca experimentarán y es terminar con alguien por
chat. Aunque yo estuviera en una de las fiestas que más júbilo le ha regalado a
la humanidad durante siglos, me quería morir de tristeza. La ventaja del
internet es encontrar lo que sea en donde sea. La desventaja es que, sin
importar dónde estés, te encuentra.
Yo estaba en Pamplona, en un piso de
estudiantes muy disciplinados. Eran estrictos con la rutina de despertarse a la
una de la tarde. La justicia los gobernaba y, tras jugar a las cartas, quien
perdía asumía la derrota yendo por la cerveza del desayuno. Respetaban el
código de vestimenta: blanco todo, menos el pañuelo y el fajón, que eran rojos.
Tanta solemnidad no era algo nuevo, para un grupo comprometido con que no hubiera
una fiesta en el mundo en la que no sonara Diomedes.
Ese rigor con que se preparaba el caos tenía
lugar en el piso de los estudiantes y en todas las esquinas, cuartos, hoteles,
bares y centímetros cuadrados de Pamplona. Nada podría entorpecer las
contundentes y colectivas intenciones de emborracharse. Era imposible ser
infeliz en una ciudad donde todo el vino era para todos, pero a mí me habían
roto el corazón por WhatsApp.
Una mañana, como cualquier otra de Sanfermines, ya las cartas
se habían jugado, el perdedor había traído la cerveza y ahora todos se
acomodaban el fajón en el espejo. Como habitualmente lo hacíamos desde hace dos
días, con actos ceremoniales nos disponíamos a emborracharnos. De fondo, esa
vez y siempre sonó algo de Diomedes. Antes de salir, le escribí a ella, para
saludarla y recordarle mi petición de que no me olvidara; decirle que la fiesta
no iba a durar y que yo iba a regresar a Bogotá, pero ella no me esperaba.
Yo era la única mujer en el piso de
estudiantes. Por más que mis tres acompañantes se esforzaran por acomodar el
pañuelo y el fajón, yo terminaba por auxiliarlos. Y esa vez los auxilié,
mientras ella me explicaba con razones inventadas que había dejado de
esperarme. Razones incomprensibles que yo leía en mi celular mientras Diomedes
daba paso a Jorge Oñate, para que sonara ‘Nunca comprendí tu amor’. La canción
se terminó, yo derramé algunas lágrimas, mis amigos se dieron cuenta, pero su
disciplina para alcanzar los objetivos de perder la consciencia más tarde, en
un andén de Pamplona, solo les permitió consolarme con la botella de cerveza
que yo debía cargar esa noche.
El lugar más feliz del mundo se me había
convertido en la infamia más despiadada y todo por culpa del internet. Quise
devolverme a pedirle que no me dejara y, después de seis tragos, quise quedarme
para siempre y que -por internet- ella se enterara de lo poco que me esforzaba
para disimular lo mucho que la quería.
Por fortuna, esta desgracia fue puntual y me
sorprendió en los primeros días de fiesta. Viendo tanta fraternidad entre
borrachos que no se conocen, es imposible dejar de creer en el amor. La última
madrugada de Sanfermines, tanta sangría compartida desde el aire terminó
manchando definitivamente nuestros uniformes blancos y a las 5 de la mañana,
cuando cantábamos ‘Amarte más no pude’, decidí volver a Bogotá, pero con ella no
lo puedo hacer ni en sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario