martes, 19 de diciembre de 2017

El 2017, mi abuelo y yo

Por lo que he visto, el 2017 nos hizo expertos en cosas de las que preferiríamos no tener idea. Ojalá uno pudiera aprender solo lo que quiere y ser un completo ignorante en lo que duele. Pero no. De enero a diciembre, quizás con alguna intermitencia, le cogimos cancha a rivales que hubiéramos preferido no enfrentar y, en lo que siempre quisimos ser brutos, nos volvimos unos cracks. 

Pasaron cosas buenas y cada uno tendrá sus equivalentes. Cada quién se habrá bañado en sus mares. Yo dejé que el Mediterráneo, el Cantábrico y los vinos tintos de San Fermín me irritaran las fosas nasales; construimos un baño, escribí algo por lo que me entrevistaron en radio, vi a U2, buceé, por fin pude cantarle ‘Carito’ a una profesora (especialmente la parte en inglés sin equivocarme), y clasificamos al Mundial gracias a Falcao.

Pasaron cosas horribles, de cuyas fechas prefiero no acordarme. Abril, mayo y junio, como si las fechas fueran lo importante. Sin entrar en detalles logísticos, sé que la rabia, el desconsuelo, la culpa y el dolor hicieron de las suyas con cada uno y a su manera. Cada quién tendrá sus tristes equivalentes y cada quién habrá sentido que se ahoga en la diversa profundidad de sus propios mares. 

En cada ocasión de naufragio fallido y en cada momento de júbilo ciertamente inmerecido, supe qué habría hecho mi abuelo, al que una vez le dije con ligereza que me gustaba el piano y me compró uno de cola, el más pesado; que siempre me mandaba ensillar el caballo más bravo, y que supo antes que cualquiera que yo iba a ser feliz siempre que escribiera. 


Mi abuelo y yo, tras mi primera riña callejera.

Sintonizó Blu Radio, en el altavoz de una sala de reuniones ajena, y obligó a toda la junta directiva de una multinacional brasilera a escuchar la temblorosa voz de su nieta millennial. Me secó las lágrimas solo con mirármelas, porque no había por qué llorar, excepto cuando Falcao pactó en Lima nuestra clasificación al Mundial. Consoló los corazones rotos de todos sus zagales y zagalas, nos dijo que ya vendría algo mejor y tuvo razón. Me dijo que sabe cómo se siente que se mueran los amigos, pero no, que te los maten y entonces sí me dejó llorar. 

Él aprovechó el tiempo de una de sus más serias bacarrotas para calcular las medidas del jacuzzi que iba a instalar en la azotea. En nuestra casa están dispuestas las columnas de un puente y una cascada, porque así se la imaginaba. La tarde que debía confesarnos a sus nietos que no le quedaban muchos días de vida, en una habitación de la clínica Santa Fe, en lugar de decirnos que tenía cáncer, nos dijo que nos íbamos para Disney y le creímos. 

Cuando soñar es lo más difícil, es también lo más importante. Cada quien se puede identificar, ojalá, porque no me parecería justo vivir sin ver de cerca cómo se hace para soñar y soñar. De vez en cuando el miedo invade, sobre todo en estas épocas finales y tras haber sobrevivido a un año lleno de adversidades poco usuales. Sé lo que decía mi abuelo y que sin duda me repetiría ahora, un domingo, a las 10 de la mañana, en nuestra casa, con el puente terminado y el agua corriendo hacia abajo por la cascada: deja de hacer show que no te duele nada. 

jueves, 9 de noviembre de 2017

Salgan del closet del fútbol: en defensa de Paulina Vega, obviamente

Soy mujer, trabajo en publicidad y, mal que bien, juego fútbol. Conozco el sentimiento que llega desde la distancia, de querer ser invitada a un partido de banquitas en cualquier parque, en cualquier cuadra, en cualquier vía cerrada, pero permanecer en la línea sólo por ser mujer. Anhelar que se les vaya la pelota hacia donde yo estoy, pararla con técnica y devolverla como si no me muriera por jugar. Muy parecido a cortejar. También he experimentado lo opuesto: la invisible banda de capitán; coger cuatro chaquetas, acomodarlas como si fueran los verticales de dos arcos que se enfrentan, esmerarme por armar dos equipos balanceados, dividiendo en dos una masa de jugadores amateur que apenas conozco, elegir el lado más débil, balón en el centro y ¡Listo, listo, sacamos, sacamos!

Admiro profundamente a las mujeres que deciden abrirse camino a punta de gambetas, fintas y regates, en medio de una sociedad tan hermética, machista y goda como la nuestra. Y es que salir del closet del fútbol es difícil para cualquiera. Si eres mujer, se te va a anchar el cuerpo, serás una lesbiana, marimacha y no serás millonaria aunque juegues algún día en Italia. Ah, pero si eres un niño de 6 años que no sabe patear y que tampoco se anima a tapar, man, te quedaste sin amigos por el resto de la primaria.

Soy una convencida de que la gran responsabilidad de acabar con esos imaginarios estúpidos los tiene la comunicación y especialmente, la publicidad. Si no creyera en eso, no estaría escribiendo esto desde mi escritorio en la agencia, a toda mierda, porque tengo que entregar un brief a creativos en media hora. Precisamente desde este escritorio, he conocido los objetivos, procesos y mañas del marketing y sé que ponerle la camiseta de la Selección Colombia a Paulina Vega solo era una mecánica para ganar visibilidad, reach, engagement, inglés, Britney Spears, pop. 


Lanzando camisetas. 



En la estrategia de una marca no está “Incrementar los estándares de belleza femenina en un 25%”, ni “afianzar los estereotipos de género en un 45%”. Que haya pasado siempre y que siga pasando, sí. Que poco a poco esté dejando de pasar, también. Cada vez hay más clientes, más cuentas, más directores, más gente creyendo que hace esto por una razón que trasciende la venta de algo. Por eso, creo que es un logro para las mujeres que Paulina Vega haya lanzado la camiseta de mi sele. ¿Y qué? ¿O es que acaso Amparo Grisales lanzó la del mundial del 94? Por supuesto que no, porque el fútbol es y ha sido solo para machos y ahora, para Paulinita. ¿Cómo lo habría hecho yo, fiel creyente de que el fútbol y la comunicación pueden cambiar radicalmente el mundo? Lanzo la camiseta únicamente con la selección femenina. Nada de James, nada de Silvestre, de pronto Paulina, pero ni Adidas ni la Federación están listas para eso. 

La pataleta por redes sociales funciona, claro que sí, para que los clientes se asusten y les digan a sus ejecutivos de cuenta: “Uf, marica, no quiero que me pase lo de Adidas”. Despertando esos miedos se despiertan también las dudas de si estamos haciendo las cosas tan bien como podríamos y esas dudas provocan la transformación en mejores campañas, mejores publicistas, mejores entidades, mejores jugadas. Obvio que falta visibilizar a las mujeres, no solo en el fútbol, en absolutamente todo. Lo estamos haciendo, a la velocidad que nos lo exigimos. Por su lado, Paulina Vega no busca afianzar el héteropatriarcado fundado en los estándares provenientes de estereotipos tradicionales de lo que es bonito y lo que no. Les juro que no. Se calman. 

viernes, 22 de septiembre de 2017

Monólogo de tu conciencia cuando la que te gusta te saca a bailar una salsa

Ese miedo. En 2 segundos, ves pasar por tu mente todas las navidades, las novenas bailables, las sugerencias de tus tías, los pasos de tus primas, el tumbao de tus hermanas, los regaños de tus profesoras de danza del colegio y hasta Pablo Armero. Un, dos, un, dos. No mires los pies. Los codos quietos. Espera el bajo. No dobles tanto las rodillas. Siete, ocho. Te secas el sudor frío de las manos en el pantalón. Te invade ese caótico miedo, que antecede la canción que vas a bailar, con la que tanto esperaste.  

Tras recordar todas tus lecciones y pasos de baile en un instante, te conforto. La verdad es que no bailas tan mal. Bailas bien, de hecho. Mejor que el promedio de rolos, por lo menos. Dominas el merengue, el reggaetón, el vallenato, el rock and roll, el ska, el vals, el trap, el tap; conoces algo de ballet, tus amigos costeños te enseñaron algo de champeta y cumbia; en segundo de primaria, bailaste bambuco en la presentación de fin de año; gracias a tus familiares llaneros -con los que nunca te ves- conoces el paso básico del joropo y empieza una salsa. 






Clásico. Toda la seguridad ontológica, que te habían traído las presentaciones del folklore nacional en el auditorio del colegio, vuelve a irse. Al primer sonido del cencerro, de repente no sabes ni quién eres. La vas a cagar. No te va a volver a sacar a bailar en su vida. Mejor detente. Finge un esquince. Cuenta un chiste. No. No cuentes un chiste. Empieza a cantar el Joe. Mon amour. Cállate. No cantes. Me acostumbraste a vivir a tu modo, yo que nunca fui un ser conforme. Que te calles. 

La ves, te agarra y para ella es tan fácil. Tan fácil gustarte, tan fácil moverse, tan fácil dar los pasos precisos, las vueltas fluidas, tomarte de la cintura y guiarte. Y para ti, tan difícil dejarte guiar, dejar de mirarla con cara de idiota, dar bien el paso siguiente. Te complicas prediciendo la próxima maniobra y, mientras piensas en que debiste ver tutoriales antes de la fiesta, otra vez mandaste la mano cuando no era. Con suma comodidad, ella, plenamente consciente de tu desconcierto, se te ríe en la cara y tú te rindes. 

Pero yo te digo algo: sabes que no preferirías no sentir este miedo. Es más: admite ya que lo disfrutas, que te encanta que baile mejor que tú, que haga casi todo mejor que tú y que no es posible que estés haciendo todo tan mal. Escucha un momento la canción, un, dos, eso, eso, algo sabes, deja la maricada, dale un beso, calla boca de clavel, esa mierda, uno tal para cual.

Si no ha dicho que quiere ir al baño a estas alturas, tienes que estar haciendo algo bien (más allá del ridículo). Tu experiencia en el coro de primaria te advierte con compases que la canción está próxima a acabarse. Aparentemente, sobrevivimos. Ojalá siga una de Elvis (Crespo), para reivindicarte. Si bien dejaste por el suelo el honor de tu familia, de tu abuela bailarina y de tu bisabuelo de fiestas legendarias, ella sigue bailando contigo y el resto de niñas ya son completamente ordinarias. 

En la última entrada del piano, se te acerca al oído y te dice que su meta es que tú aprendas a dejarte guiar en la salsa. Ay, si ella supiera que ya vamos a donde vaya y eso es lo único que le falta. Vuelves a mandar el pie para donde no era, eres incorregible, mueves mal la cintura, más despacio, así no, por dios, ya, ya, detente, oh, gracias a la vida que la canción se acaba y un acordeón le da la entrada a una guacharaca.  

jueves, 24 de agosto de 2017

¡Iji, si viniirin lis millinils!: una respuesta muy madura a la columna de Sergio Ocampo

No sé si cuando tengamos más años alguno de nosotros escriba la versión Millenial del éxito de Poligamia. Yo no nací con mi vecinos, ni hablar ha sido un peligro, mi casa queda muy lejos de Unicentro, pero tampoco he querido preguntarme por qué. No siento nostalgia por mi generación y no hace falta escribir un totazo del rock en español para manifestar lo triste que es ser del 92. 

Para Ocampo, somos una generación “estructuralmente inestable”. Tiene toda la razón. Claro que somos inestables y lo odiamos. Su columna nos deja parados en un terreno de placer y desenfreno, como si disfrutáramos de todas y cada una de nuestras inseguridades y no. Dudamos de todo y dudar incomoda. Dudamos lo que estamos haciendo, de si nos hace más grandes, más profesionales, más seguros, más enamorados, más felices. 

Dudamos de todo a cada rato, hasta del bus en el que nos montamos, pero dudamos de nosotros mismos como por contrato (y rara vez firmamos uno a largo plazo). Nos la pasamos sumergidos en la prestación de servicios, en preguntas y temor (Admiration and awe, diría Kant). Por eso somos triste y orgullosamente inestables, en esta estructura llena de certezas, horarios de 9 a 6 y reuniones que pudieron haber sido un mail. 



Que pasamos de trabajo a trabajo en cuestión de meses, dice Ocampo. Eso si y solo si lo encontramos. Que no entendemos el concepto del esfuerzo, y yo esmerándome por dejar este texto impecable durante mi hora de almuerzo. Que nos permitimos equivocarnos demasiado, y yo que solo deseo entregar mis responsabilidades después de haberlas mejorado. Que estamos poco dispuestos a reconocer una autoridad, y yo que me despierto agitada cuando sueño que decepciono a mi jefe, porque solo eso me asusta de verdad. 

Si a Vice le faltó periodismo para construir el supuesto informe sobre acoso laboral, a Ocampo le faltó trabajo de oh, campo (jajaja), para conocernos a los inestables, flojos, volubles y narcisistas menores de 30 años. A mí también me faltaron muchas cosas: rejo, tiempo, certezas, comas, pero por lo menos sé que no todos los columnistas son como Ocampo, no todas las columnas de Ocampo son como ésa, no todos en Vice son como son en Vice y no todos los millenials somos unos cobardes. Hay algo bello en la duda y es la certeza de que no todos somos iguales. 

jueves, 27 de julio de 2017

Carta para ayudarle a James con la tusa


Bebé,

Una vez más, la vida nos pone en el mismo lugar, a mil kilómetros de distancia. Tener el corazón roto es un dolor tan íntimo pero tan común, que no veo por qué atravesar esta pena por separado. Tú estuviste casado cinco años y, aunque lo mío no sea comparable en números, una tusa es una tusa en Munich, en Madrid o en cualquier lado.

Antes que nada, debes dejar de stalkearla. No mires sus tweets ni sus fotos de Instagram. Si te ves revisando a qué le ha dado Like, bloquéala. No llegues tan bajo, porque eso solo te va a hacer más daño. Parecerás inmaduro y la prensa hablará más de ti, pero todo vale cuando se busca primero la tranquilidad de uno.

No escuches canciones tristes. Escucha vallenato, pero no del sentimental. En estos momentos, Martín Elías tiene esa personalidad a la que todos debemos apelar. Tengo un par de canciones de él que te pueden ayudar. También, como sé que te gusta el reggaetón tanto como a mí, saca ya de tu biblioteca canciones melcochudas como las de Chino y Nacho. Andy Rivera y Pitbull tienen buenos temas para empoderarte y convencerte de que todo lo que necesitas es rumbear y bailar hasta abajo.

Recurre a tus amigos, como yo, por ejemplo. Esos que te quieren tal y como eres desde que jugabas en el Envigado, los que desde el principio supieron que ibas a hacer historia en Banfield, a los que siempre les hacías goles de volea y por eso el gol contra Uruguay les pareció haberlo recordado. Esos, que te dicen que has salido de peores y que también vas a salir de ésta.


Lo que sí te voy advirtiendo de una vez y por todas es que nunca vas a llegar a odiarla. Vendrán malas influencias, que te dirán que te recuperarás más rápido si conviertes tu dolor en rencor, pero yo te digo que no. Los días van a pasar, las noches interminables van a terminar y los momentos felices van a dejarte de doler. Yo no habría preferido no sufrir ahora, porque significaría no haberla querido nunca. Vamos a estar bien. Como dice Cristiano, calma calma.

Te ama, Manu. 

lunes, 24 de julio de 2017

Carta de amor al mar

Amo el mar como se debe amar. Amo el mar de la única forma verdadera de amar: por tantas razones que no sé por dónde empezar. Se me hace un ocho la cabeza cuando me dispongo a explicar por qué amo el mar y también cuando amo en general. 

Me gusta su perfume, su aroma inconfundible, que de vez en cuando se expande hasta lugares desde los que ya ni se ve ni se escucha. Me gusta cómo se ve bonito desde lejos y también cómo su belleza se hace más inmensa a medida que nos hacemos más cerca. Del mar me encanta todo lo que no entiendo y que a la vez está expuesto, abierto y entregado. Entre más inmersa esté en el agua, me asombra más y más todo lo que no sé. La belleza de lo incomprendido que no se esconde. Tan armónico, puro y genuino, desde el fondo hasta la superficie visible. 


Me gustan las corrientes. Cómo se llevan todo con ellas y cómo traen de vuelta solo algunas cosas. Me gusta cómo hemos aprendido a dejarnos llevar y también, de vez en cuando, a nadar contra ellas. Convivir con un sistema en el que el ser humano está en completa desventaja. Me gusta el mar porque siempre lleva las de ganar y yo siempre, las de perder. Me gusta porque nunca competimos y yo nunca me he sentido derrotada. He aprendido a que el agua me llegue al nivel saludable, suficiente para arrastrarme sin dejarme ahogar, incluso cuando ya no estoy en el mar.


El mar es el único lugar donde se puede ser perfectamente consciente de la felicidad. No dejarla escapar. Ser feliz sin hacer nada. Solo estar. (Mientras escribo esto, frente al Cantábrico, soy consciente de que pocas veces había tenido tanto por escribir y todos los textos por terminar. Quizás la felicidad sea esto: no saber qué esquina agarrar primero). 


Del mar me gusta que es violento cuando quiere. Apacible, cuando le da la gana, pero siempre contundente. Nunca encontrar un mar insípido es una certeza menospreciada. Salado, picado, bandera blanca o bandera roja, pero todo hasta la muerte. Es lo que es y punto. 

Hay que cantarle vallenato a todos los mares, porque mar es mar en todas partes. Es uno solo, como el amor de la vida: muchos nombres pero a-mar, al fin y al cabo. El mar, que nos ha visto crecer, matarnos, llorar, dudar, preguntarle, contarle todo, y él, callado, ha dado todas las respuestas. El mismo de toda la vida. Constante, genuino y puro como nadie. Amo el mar porque sin importar cuándo ni dónde, es quien ha sido siempre. Aunque entre cada reencuentro pase demasiado tiempo, el resultado de la espera mutua siempre es el mismo. No decepciona. Es un amor que solo crece, se prolonga, se hace más fuerte, incluso desde el altiplano Cundiboyacense. El mar no es como el amor. El amor debería ser más como el mar.

martes, 11 de julio de 2017

Sol y sombra

Tras una corrida en Madrid y otra en Pamplona, puedo finalmente decir qué pienso de los toros, mientras escribo abrigándome con un saco rojo, taurino y traído de Sanfermines. Como una primera impresión generosa y humilde, fue bello darse cuenta de que no todas las plazas son como la de Bogotá: antipáticas, clasistas, faranduleras, otra cámara de comercio de gente que va más a ser vista que a ver los toros. Plazas únicas como la de Pamplona están llenas de ebrios, ignorantes, ignorantes ebrios, músicos, orientales que consideran sagradas a las vacas y de ganaderos curtidos pero sin plata.

Sale el toro. Habría que ser ciego para no admitir, al menos con un poco de derrota, la belleza con que cada uno se enfrenta al toro en su disciplina. He decidido admirar más, y no por mucho, al banderillero, incluso por encima del torero. Velocidad, precisión y aquellas en suma con un incomprensible amor por la vida. Tanto, que se la pasa a punto de perderla. Experimentar a perder lo más preciado, con una constancia tal, que se desconoce la conciencia popular de saber lo que se tenía solo cuando se ha perdido. 

Toda belleza humana que se ha expuesto sobre el ruedo se anula cuando matan al animal. Hasta los taurinos algunas veces quitan la mirada. Por más tremendista que haya sido el torero, por más contundente que haya sido el picador, ese instante solo es para tomar un parpadeo prolongado. 

El toro es criado desde antes de nacer y sin saberlo, para el ruedo. Se escogen con minucia su padre y su madre. Del padre, hereda la apariencia. De la madre, la bravura. Igual que los hombres. Con el tiempo, se evaluará periódicamente su peso, lomo, cara, cuernos; se agrupará por lotes de edad y, cuando alcance los 4 o 5 años, será vendido por su ganadería a la feria más amiga. 

Pasa su vida como un pachá, en el campo, comiendo y bebiendo, sin arar un solo terrenito; con un ejército de pastores y veterinarios a su merced, criándolo, cocinándolo, adobándolo vivo, para que vaya cogiendo sabor y sazone su muerte por sí solo, en un ritual escandaloso, bochoronoso y -también- una muerte demasiado digna para una vaca brava. 

En cambio, el torero. El torero ha sabido toda su vida que su destino es el ruedo. Practica para el encuentro con el animal. Conocer las ganaderías le da la ventaja de conocer también el talante de su siguiente contrincante. Perfecciona su coreografía. Baila, salta, canta, se arrodilla. Cinco seis siete ocho. Sabe incluso cómo fomentar aplausos y alegrías. Es un showman. Y ese conocimiento pleno es la más grande desventaja para el toro. 

El animal (el toro) entra a la arena sin saber que su única alternativa es salir arrastrado. Nunca se ha enfrentado a un ser humano, mucho menos a uno armado, también a uno sobre un caballo, otro que se le avecina sin miedo y de frente a apuñalarle el cuello, otros tres o cuatro que se burlan de él y otros millares que pagan tiquetes, solo para verlo morir. Minoría absoluta para un animal de 600 kilos. 

Esa injusticia tan visible despierta en mí algo que incomoda y que no conocía: el deseo de que el toro gane la batalla, o al menos alguno de los enviones. Tanto en Madrid como en Pamplona vi cornadas y, como cuando el equipo débil marca el gol de la dignidad en medio de una goleada, yo me emocionaba. Le hacía fuerza al toro. Qué vergüenza. No está bien disfrutar con el sufrimiento de otra persona, pero tampoco con el de un toro. Me fui de esa plaza y no volví a entrar a ninguna.  



lunes, 26 de junio de 2017

Camas

Fijar cuatro esquinas, como un cuadrado o un rectángulo. 

En cada esquina, una pata sostiene la parte que le corresponde del peso. Pueden ser largas o cortas, angostas o anchas, de madera, plástico o concreto, siempre responsables cumplen con lo que les toca. 

Las cuatro esquinas, elevadas por las cuatro patas, son unidas por cuatro líneas rectas que se unen en cuatro ángulos perpendiculares; dos por cada línea, uno en cada esquina. 

El espacio vacío que se crea por la unión de los extremos de las líneas es ocupado por más líneas rectas, que lo atraviesan de extremo a extremo y paralelas. 

Al tiempo, la fuerza de las patas es suficiente para sostenerlas a ellas también.   

Por encima de la líneas paralelas, se instala una porción de las mismas medidas, o tenuemente más grande que el equilátero ya formado por las cuatro esquinas. Algodón, espuma, lana, lino, seda, poliéster. Lo importante es que el material sea gentil con la piel del ser humano. 

Según la perspectiva, el feng shui, las necesidades, el dueño o el azar, se define un derecho para el equilátero. Un arriba y un abajo. 

En la parte de arriba, se acomoda una prenda de ropa, un descansa cabezas, un retaso que haya sobrado del tendido que se puso primero, una almohada o nada, si así se prefiere.

Olvidar todo lo anterior. 

Lo primordial es con quién se comparta el nuevo espacio instalado. 

Sin importar a dónde se vaya, el clima, qué o quiénes lo rodeen, su dueño o anfitrión, truene o relampaguee a su alrededor; así canten los pollos, las vacas, los cerdos, los micos, los patos, los gallos y los pericos; por más cuajado, mamado, atornillado, maltratado, enjuagado, ensopado, sudado, llorado que se llegue, lo más importante es quién se te acuesta al lado. 

Entre más estrecho se encuentre, se puede apelar al poco espacio para dormir más arrunchado. 

Hacer angostas las camas. 

miércoles, 21 de junio de 2017

El feminismo, la selva y la omnipotencia del balón

Conozco la pretensión de una pelota, incluso cuando todavía no ha rodado ni se le ha visto por ningún lado. Esa tarde volvió a lucirse sin pena, en la mitad de la selva, por la mitad del Río Magdalena. 


Puso a una decena de muchachitos a su alrededor, captando toda la atención, como siempre le ha gustado. Todos hablando de ella, todos queriendo tocarla, cada uno convencido que puede hacerlo mejor que el anterior. Todo para tapar los agujeros que tenía y ponerla a correr por el suelo, por el cielo, en tiempo récord, antes de que se fuera el sol. Yo traigo la aguja, mi papá nos presta la bomba de las llantas de la bicicleta, quién tiene silicona, la aguja no caza, yo tengo parche de moto, ya cazó, está inflando, ya, ya, no funciona, erda, dígale a su primo que nos preste el balón que sí infla, ya conseguí silicona, ya no importa, ya rodó la bola, ajá. 

Arrancaron los varoncitos para el campo que estaba vacío, porque es de ellos y solo se llena cuando ellos juegan. Quisieron armar un mundialito. El equipo perdedor sale al gol y entra el otro. Listo, listo. No contaban con que toda la vereda podía ver el partido desde sus ventanas. Todas las madres, primas, tías, abuelas y hermanas.  Los varoncitos no contaban con que por cada hombre hay en promedio tres mujeres en el mundo y la estadística también se hizo evidente esa tarde, en esa vereda en el sur de Bolívar. Tampoco contaban con que mis piernas blancas y flacas llamarían la atención de todos los estrógenos de la vereda, que no esperaron más de 15 minutos tras el imaginario pitazo inicial para sabotearlo. 

Salí del campo a recoger el balón para cobrar un tiro de esquina. Cuando volví, a los varoncitos los unía una sola cara de ira y un sentimiento común de resignación e impotencia. Las mujeres les habían quitado la cancha. Por cada hombrecito había dos niñas, tres adolescentes, dos adultas y una anciana, armando equipos, asumiendo posiciones y apelando a su incapacidad para encargarse de la arquería. El dominio del territorio había cedido ante la mayoría. A los varoncitos no les quedó sino irse con el balón entre el antebrazo y la cintura, a sentarse al borde de una de las torcidas líneas laterales y ver el picaíto desde afuera, como un suplente que nunca se quita la chaqueta.

Se hizo realidad mi sueño feminista que nunca tuve ni tendré. En cada pase que ponía, en cada gol que me comía pensaba en que Florence Thomas se estaría muriendo de la envidia. Mujeres y niñas de una de las zonas más aisladas del Trópico habían llegado con el mejor balón de la vereda, armaron un partido y en cuestión de segundos, dejaron a todos los hombres y niños de espectadores y porristas. En ese preciso instante, gender was fucking dead, my friend. 



Las piernas blancas son las mías.


Generación tras generación de mujeres se fue quitando sus zapatos, sandalias y –los favoritos de Uribe- sus Crocs. Hice lo mismo. A mi alrededor, no solo el equipo contrario, también mis compañeras, me miraban, ya no con los ojos solamente abrumados por mi color insípido, sino por mis pocas intenciones de parecer distinta, distante a ellas, aunque la genética gritara que lo normal era lo contrario. 

A la mierda lo normal. Yo no soy blanca. Soy transparente. Por dentro y por fuera. De ahí que no niegue el pesar de no haber nacido con la piel un poquito más negra, o al menos más gris. Soy hincha del Junior de Barranquilla, no me pican los mosquitos y no hay calor que me sofoque. A pesar de todo esto, cuando me pongo pantalones cortos, parezco estrenando medias blancas y me alumbran las piernas. Esa misma luz resplandeciente, que brillaba un poco más cada vez que se le enredaba el balón, encandelilló a toda la vereda y los guió a todos a ser testigos del mejor partido de mi vida. 

Y así fue como las plantas de mis citadinos pies terminaron jugando fútbol en la mitad de la selva, al lado, debajo, en frente de otras decenas de pares de pies mucho menos blancos que los míos. No sé qué tanto pisé, qué tantos insectos me pisaron, me mordieron, me besaron y ya nunca va a importar. No marqué ni un gol, pero eso tampoco importa ya. El fútbol, como el amor, es más lindo cuando no hay árbitro, reloj ni marcador.  

No hay que menospreciar nunca la omnipotencia de un balón, uno de fútbol o al menos uno que se pueda patear. Ese día, una pelota de cuero, amarilla, marca Golty hizo que pasara de todo en un sitio donde nunca pasa nada. Las personas sacaron las sillas de sus casas para acercarse a ver a la blanquita jugar descalza en la cancha, al lado de la abuela, las mamás y las tías; tremendo lío en un deporte que ha reducido desde siempre a la mujer y ha contribuido al establecimiento inútil de la percepción del género femenino. Pero el fútbol todo lo ha hecho y también lo puede hacer, desde acabar con la silenciosa monotonía de un sitio donde todo lo que suena es el río, hasta poner en el mismo equipo a amigos y enemigos. 

Una de mis hinchas, la única, en realidad, la razón por la que yo estaba en esa cancha -entre risas perversas y miradas dirigidas- calculó el tiempo durante el que jugamos. Habíamos corrido detrás de esa pelota amarilla más de una hora. Los rumores dicen que el partido quedó 3 a 2, perdiendo yo. Salí del campo como Falcao: con una lesión marica. Me senté victoriosa tras mi derrota, a tomarme un jugo de guayaba, mientras contemplaba en la cancha ya vacía, en mis pies llenos de patadas y en el sol que ya se escondía detrás de esas montañas tupidas -en las que nadie se imaginaría que hay metros cuadrados con un arco a cada lado-, que el fútbol es lo único que puede cambiar el mundo, 90 minutos a la vez y lo hace, de cuando en cuando. 

martes, 13 de junio de 2017

El periodismo, el dolor y dejar ir

Estudié periodismo, porque quería ser como Jaime Garzón. Luego aprendí que Jaime era abogado. A pesar de esta decepción, me fui enamorando no tan poco a poco del oficio. 

El periodismo

Nunca una actividad tuvo tanto sex appeal. El compromiso con la verdad, la estética de las palabras y la responsabilidad con la democracia seducen a cualquiera. No quise ser otra de sus mozas, así que decidí no ser periodista y mejor escribir por escribir, como escribo ahora. Por amor y no por pasión, que es distinto. Tanta seducción termina por joderte la cabeza, pierdes las nociones de justicia, de humanidad, solo con tal de conseguir un puto like. 

Cuando todavía estaba en la universidad, tenía un compañero que quería ser periodista de guerra, como quien estudia Medicina y quiere ser Gastrointerólogo. No sé si un periodista de guerra es un soldado que sabe escribir o un periodista que sabe pelear. Igual, así como hay gente que se dedica a escribir sobre cómo nos matamos, también hay posgrados para aprender a escribir sobre cuando nos dejamos de matar. Entonces aparecen las maestrías, diplomados, especializaciones, retiros espirituales, coaching, kermeses y bazares para convertirse en expertos en escribir sobre víctimas, verdad y memoria, pero lo cierto es que nadie sabe cómo se hace, hasta que le pasa. 

El dolor

La vida en Colombia es lo que pasa entre un hecho atroz y otro peor. A todos se nos despierta el Jorge el Curioso interior y consumimos cuanta noticia de pacotilla se nos atraviese por el News Feed, todo con tal de no quedar como un desactualizado en la siguiente reunión social, cuando se decida por consenso tácito entretenerse con las desgracias ajenas. 

Y los medios lo saben. Saben perfectamente que el miedo más grande que se padece en la actualidad es el fear of missing out. Quedarse por fuera. No coger el chiste. Solo por eso, solo por eso, las tragedias más insoportables se rodean persistentes por las redes. Que última hora, que exclusivo, que el testimonio, que el dictamen, que yo no sé qué mierdas, y se prologan los dolores solo por la sed insensible de saber más, sin importar si es la verdad. 

Como nadie sabe cubrir el sufrimiento; como cualquiera es seducido por el periodismo; como lo que importan son los likes; como nadie quiere parecer desinformado, y como a nadie le importa quién está al otro lado del texto, solo hasta estar leyéndolo con los ojos empañados, es posible entender que el afán por vender impresiones y por intervenir conversaciones con el dato que nadie más tiene agranda las heridas que parecían insuperables. 

Dejar ir

En los últimos días, mis amigos y yo nos volvimos expertos en lo que nadie debería tener experiencia. Hoy apenas estamos aprendiendo a dejar ir. A seguir adelante sin olvidar, pero sin sufrir. Recordar y aplicar lo bueno. Sin meter los dedos en las heridas, dejando que cicatricen sin hurgarlas. Diferenciando la verdad de lo que no importa y los medios deberían hacer lo mismo. Dejen ir. Dejen ir.

lunes, 5 de junio de 2017

Para Facha

Era una optimista incansable. Nunca dudé de que Colombia iba a clasificar al mundial, por ejemplo, ni siquiera cuando íbamos perdiendo 3 - 0 en Barranquilla, contra Chile. La vida no solía quedarme mal, porque el partido solo se acaba cuando se acaba. Falcao marcó el segundo penal y miré a mis amigos como quien dice "siempre lo supe", aunque no lo supiera. Esperaba hasta el minuto 94. Más que fe, le tuve paciencia a la vida, dándole siempre la segunda oportunidad para explicarse, el beneficio de la duda para reivindicarse. Todo siempre iba a estar bien, al final. A cada quien le llegaba solo lo que se merecía o lo que podía soportar, para crecer, hacerse más fuerte, ejercitar los músculos, cicatrizar, resignificar y sacar callo. Y no. La vida entera es inexplicable. Injusta. A las personas más buenas las lleva por caminos trágicos y dolorosos. Inmerecidos. Lo difícil, lo que hoy parece imposible, para lo que hoy pocas fuerzas nos quedan, es hacer aún más injusta esta perra vida. Llevar a cabo actos de bondad inverosímiles. Que nadie se explique. Hacerlos y hacerlos. Confundir a la humanidad perversa, con amor. Con puro, desconocido, desinteresado e impetuoso amor. Y lo vamos a hacer, cuando estemos mejor. Se jodieron. 

lunes, 22 de mayo de 2017

Los calientabancas

No sé qué es peor. Si agotar todas las instancias, poco a poco irse quedando sin alientos, dando hasta el último esfuerzo, o que te paren de un trancazo, arrancando en primera, entonces el golpe más duro te lo da tu propio impulso, que se te devuelve encima, te tumba y ahí te quedas. Por lo menos en el fútbol, las lesiones más horribles son las que pasan en un instante. El pie firme en la grama que no acompaña a la rodilla en el movimiento. El portero que se fractura el cráneo con el vertical. Los dos centrales que van juntos a rechazar el mismo balón, sin medir fuerzas y sin medir distancias. Exceso de ímpetu que termina mal, solo por querer darlo todo, darse todo.

Creo que sí sé qué es peor. Siempre es mejor que te saquen del partido después de correr kilómetros, con las piernas temblorosas y toda tu humanidad juagada en sudor. Pero que te saquen en la primera mitad es incomprensible para cualquier atleta y para cualquiera que padezca al menos una noción de la entrega. Iba a darlo todo y me quedé sin nada. Me sentaron en la banca al minuto quince, cuando ni siquiera estaba fatigada y ahí me dejaron, sin entender nada. 

Todo lo que sé de la vida lo sé por el deporte. Sé que puedo cometer errores absurdos, como marcar un auto gol, jugando baloncesto. Sé que uno no vale nada si no tiene amigos. Sé que lo que diga el profe es lo que se hace, así en la cancha no valga de nada. Si quiso sacarme, sentarme, callarme, abrirme, mandarme a las duchas, yo solo puedo sentarme, callarme, abrirme, bañarme y no decir nada. Volveré a las canchas, seguro que sí, cuando logre prender un cigarrillo sin pensar en compartirlo, cuando vuelva a ser determinante para ganar un partido y cuando esta gripa que me dejaste se haya ido contigo.