lunes, 22 de mayo de 2017

Los calientabancas

No sé qué es peor. Si agotar todas las instancias, poco a poco irse quedando sin alientos, dando hasta el último esfuerzo, o que te paren de un trancazo, arrancando en primera, entonces el golpe más duro te lo da tu propio impulso, que se te devuelve encima, te tumba y ahí te quedas. Por lo menos en el fútbol, las lesiones más horribles son las que pasan en un instante. El pie firme en la grama que no acompaña a la rodilla en el movimiento. El portero que se fractura el cráneo con el vertical. Los dos centrales que van juntos a rechazar el mismo balón, sin medir fuerzas y sin medir distancias. Exceso de ímpetu que termina mal, solo por querer darlo todo, darse todo.

Creo que sí sé qué es peor. Siempre es mejor que te saquen del partido después de correr kilómetros, con las piernas temblorosas y toda tu humanidad juagada en sudor. Pero que te saquen en la primera mitad es incomprensible para cualquier atleta y para cualquiera que padezca al menos una noción de la entrega. Iba a darlo todo y me quedé sin nada. Me sentaron en la banca al minuto quince, cuando ni siquiera estaba fatigada y ahí me dejaron, sin entender nada. 

Todo lo que sé de la vida lo sé por el deporte. Sé que puedo cometer errores absurdos, como marcar un auto gol, jugando baloncesto. Sé que uno no vale nada si no tiene amigos. Sé que lo que diga el profe es lo que se hace, así en la cancha no valga de nada. Si quiso sacarme, sentarme, callarme, abrirme, mandarme a las duchas, yo solo puedo sentarme, callarme, abrirme, bañarme y no decir nada. Volveré a las canchas, seguro que sí, cuando logre prender un cigarrillo sin pensar en compartirlo, cuando vuelva a ser determinante para ganar un partido y cuando esta gripa que me dejaste se haya ido contigo. 


miércoles, 17 de mayo de 2017

Carta al skinhead que casi me pega

¿Te acuerdas de la primera vez que te enamoraste? Cuando amaste a esa persona, con la que juraste pasar toda tu vida, pero nunca se lo dijiste. Con quien podías hablar durante horas y bailar todas las canciones. Al lado de ella desaparecieron los silencios incómodos, porque con solo mirarla, te bastaba. ¿Y te acuerdas de cuando esa misma persona te rompió el corazón? Cuando te dijo que no sentía lo mismo, que había alguien más, que no estaba segura, que necesitaba un tiempo, que no eras tú, sino ella. Sé que fue el dolor más profundo de tu vida y lo entiendo, porque a mí también me pasó. Me pasó igual y me sentí igual de mal. Nos quisimos morir, ¿Verdad? Juramos nunca volvernos a enamorar; llamamos a nuestros amigos y nos emborrachamos en un bar; nos presentaron amigas y todas nos parecieron feas, así que nos volvimos a emborrachar. Yo sé que pasaban los días y no te volvías a sentir igual, porque a mí me pasó tal cual. Incluso pudimos estar en el mismo bar, tomando del mismo ron y escuchando la misma canción, porque no hay nada diferente entre tu amor y mi amor.



martes, 16 de mayo de 2017

Relato corto sobre pedir el cuadre y que te digan que no

Si manoteara las hojas del diario en el que escribo esto, encontraría la prueba de que llevaba planeando ese momento mucho tiempo. En mi narración, que es más un cúmulo de pruebas de que hice lo correcto, conduzco al lector a acompañarme a enfrentar los océanos de dudas, alegrías, inseguridades y certezas, que inundan los días y los pasos que preceden la súplica por cariño, que es pedirle a alguien que sea algo de uno. 

Me aventuré a darle fin a ese texto, haciendo honor a la premisa de que todos siempre deberíamos vivir en estado de posguerra. No solo cocinar cualquier cosa que alcance con los pocos centavos que haya en el bolsillo. También tomarse los tragos, darse los besos, confesarse las verdades que urjan, porque ya casi, quién sabe cuándo, se acaba el tiempo. Con esto tan claro como lo que siento, le pedí que se cuadrara conmigo. 

Pasaron como catorce minutos eternos, entre mi pregunta y su respuesta. Debí saberlo desde un principio. Se paró al baño y me dejó a la espera, no sin antes mirarme fijamente y en silencio, sin darme un indicio de nada, del que pudiera agarrarme en pleno naufragio. Volvió del baño con el mismo silencio interminable. Debí salir corriendo mientras no estaba. Se sentó de nuevo frente a mí. Debí retractarme, alegar demencia, o un accidente de verborrea.


Me tiró una señal para que fuéramos a hablar. A hablar. Si había algo qué decir, no había nada de qué hablar. En alguna parte de mí, quizás en el anular del pie izquierdo, conservaba una esperanza minúscula pero crónica, como una ampolla. Llegamos a donde podíamos charlar. Charlar de qué. Nos volvimos a sentar. Prendió un cigarrillo. Yo, no. Le pregunté qué tanto pensaba y no respondió. Entonces prendí el mío y la esperanza que cargaba en el anular se anuló. 


Seguro las palabras que pronunció tenían sentido. Atravesaron mi yunque y mi martillo, hasta llegar a mi cerebro como balbuceos que yo casi no asimilo. Le dije que no tenía que decir nada, mientras me aferraba al filtro de ese Marlboro con mi último aliento. Como aquel 2 de octubre imperdonable, me dio la respuesta más indescifrable: "Sí, pero no aún". No estoy del todo segura de que esas hayan sido sus palabras textuales, pero eso fue lo que entendí, para colmo de males. 

Otra vez y de la misma manera, me aplazaron la dicha. Y lo peor es lo mismo: que su regreso -si regresa- ya no dependerá de mí. Ojalá lo haga y llegue por fast track, porque no aguantaría nada distinto, justo como con la paz.