jueves, 22 de noviembre de 2012

Las Cometas Perseguidas


      Por la ventana del Transmilenio, el avance de la marcha hacia el sur la va marcando el paisaje. Cada vez los ladrillos van haciéndose más visibles y los edificios menos altos. Al final del viaje, se llega al punto de partida de todas las rutas de bus que atravesarán la ciudad en cientos de direcciones. De todas formas, no hay una que me lleve a donde voy. Me abro paso, entonces, por entre los vendedores de flores, sandalias, golosinas, bebidas calientes y frías, que se establecen a las afueras del cementerio Jardines del Apogeo, como si los muertos necesitaran, además de flores, todas estas cosas de más.

      De alguna manera sobrevivo y mis cinco mil pesos salen completos conmigo. Para donde voy, no necesito más. Pareciera que, entre más lejos, más barato es todo. El dolor en los pies es indicador de que he llegado al principio del ascenso. Un bus que vio nacer a mi bisabuelo me espera con ansias. Lo abordo y mi espalda lo lamenta. Un señor vende Bon Ice desde abajo, por las ventanas. La marcha no se emprenderá hasta que en el bus no quepa nada ni nadie más; hasta que de las manijas en las puertas vayan colgados dos o tres.

      El viaje en subida vale mil pesos. Nunca se ha varado. No he visto pendiente más pronunciada y él sube con fluidez siempre. El confiable medio de transporte me deja caer en la parada de siempre: una panadería sin igual, que vende unas galletas sin iguales y en las que me gastaré, después, los tres mil pesos que me queden.


Bryan


      De la nada Bryan aparece entre mis brazos. Alzarlo no es difícil. Tiene puestos unos tenis que le regalé alguna vez. Siempre ha preferido reservarse todas sus historias. Sacarle algún relato sólo es posible después de mucho tiempo de perseverancia. Como nunca dice nada, aún conserva mucho por decir. Me toma de la mano y empezamos a caminar juntos por el barrio. Si nos atacan perros, él los ahuyenta. Trato de conversar. Una vez más le pregunto si ya sabe cuántos años tiene. Me responde que no, que cree que de pronto nueve o diez u once. “Cuando se me vienen esos niños grandes, digo que tengo once”, continúa. “Para montarme a juegos, digo que tengo son nueve”.

      Bryan no vive en su casa; vive al frente. Sus cinco hermanos sí viven ahí, con sus padres.  La casa en la que vive Bryan es amarilla y es de ladrillo, tiene dos pisos y lo mantiene un hombre al que sólo conozco de lejos. Supuestamente es quien le encarga trabajos de mensajería al niño que desconoce su edad y que tampoco habla mucho de su lugar de residencia. De todas formas, Bryan tiene ya las manos quemadas por cocinar. Algo que no sabe hacer y que aprenderá con los años.  

      Gina sale de su casa. Queda al lado de donde vive la familia de Bryan. Lo mira con desconfianza y se toma de mi otra mano. De una vez me dice que no se puede demorar porque hoy, domingo, van a hacer empanadas para vender a la salida de la iglesia. Con ella lleva la olla donde las van a poner. La olla es más grande que ella y sin embargo la carga. Sigue mirando con desconfianza a Bryan y no se hablan entre sí.  A Bryan lo llama aquel sospechoso que lo alberga. Se trata de un hombre que nunca he visto por fuera de su casa amarilla. Tiene alrededor de cuarenta años, no es muy alto, tiene el cabello muy corto y una barba mal cuidada. Siempre tiene en la mano una taza de algo, supongo que de café. Cada vez que trato de conversar con él, encuentra alguna excusa inconsistente y evita el diálogo conmigo. Sólo hablamos cuando le pregunto dónde está Bryan. Yo le pregunto desde afuera de la casa, él se para en una ventana y me responde la pregunta con seguridad pero sin mirarme a los ojos. Eso siempre lo sabe muy bien (quitarme la mirada así como la ubicación de Bryan). En cambio, Gina, que sí prefiere hablar antes que cualquier cosa, comienza.

       “Anoche hubo fiesta otra vez donde los papás de Bryan. Porque tú sabes que Bryan vive es en la casa amarilla con ese man. Se quedaron ahí hasta tarde y había peladitos, así chiquitos, sentados por ahí, fumando. Yo creo que los hermanos de Bryan se hacen los dormidos para que no les toque ver eso. Siempre hacen fiestas los sábados, ya desde hace rato”. No es la primera vez que oigo esta historia. No sé hasta qué punto sea dañino para Bryan no vivir con su familia, pues su casa se ha convertido en uno de los expendios de droga más populares del barrio. Sus hermanos permanecen en la casa durante las fiestas que dice Gina, mientras hay niños iguales a ellos consumiendo drogas en la entrada.
Gina se detiene y cambia de tema. Me pide que si le puedo enseñar a leer a su mamá. No es capaz de disimular la ansiedad, pues está cansada de que su mamá no le pueda ayudar con las tareas y cree firmemente que, en el momento en que sepa leer, lo va a poder hacer. No importa la edad que tengamos, las madres siempre serán capaces de solucionar cualquiera que sea el problema que padezcamos. Es algo en lo que todos creemos. Sin embargo, para Gina, su madre tiene un obstáculo y es no saber leer.

      En la siguiente cuadra está Miguel. A diferencia de Bryan, él sabe perfectamente que tiene diez años y que está en quinto de primaria. El tiempo le da para ayudarle a su papá a cargar partes para completar, ampliar, mejorar y reforzar la casa en la que viven. También le alcanza para conversar un rato conmigo. Se le ve de afán y me lo dice, porque tiene una fiesta ahorita más tarde. “Es para celebrar el día de los niños”. Le pregunto si se va a disfrazar y me responde: “Sí. De lo mismo de todos los años: de ninja”. Estar cansado de ser ninja no es sinónimo de estar cansado de disfrazarse. Si me importara disfrazarme tanto como a Miguel, no me importaría repetir disfraz cada octubre. 

     Para entonces, Gina y su olla, la olla y Gina, ya se habían ido corriendo a preparar las empanadas. Bryan y yo caminábamos mirando en los cables de electricidad las cometas enredadas ahí desde agosto. “Les hicieron relojito”, me dijo él. Claramente no entendí. Él continuó: “Yo por eso no quería comprarme las cometas pero, como yo sí tengo la plata, les compré a mis hermanas y a mi hermano. De esas pequeñitas valen dos mil pero, para qué si se las van a enredar a uno”. Después me explicó que el culpable de la pérdida de las cometas no es el viento ni la falta de práctica de quien las vuela. Son los niños que, en vez de comprar cometa, cogen el espejo de sus madres y –de alguna inexplicable manera- orientan el reflejo de la luz del sol hasta el centro del artefacto para hacerla caer o enredar.

      Cuando se cae una cometa, hay estampida de niños. La cometa cae al suelo como una migaja de pan en el piso de los hambrientos. El primero que la recoja se la queda. Es la norma. En agosto, que supuestamente es el mes de los vientos aunque en el barrio se pueda elevar una cometa en enero si se quiere, los niños cuidan el cielo hasta que ven una cometa cayendo. Esa es la señal para que empiece la carrera de cincuenta críos o más, persiguiendo un pedazo de tela. Detrás de ellos queda el dueño que –por serlo- ya no tiene posibilidad de ganar la corrida.

       “A mí me les hicieron relojito a todas” (relojito es el procedimiento que se sigue con el espejo y que todavía no entiendo muy bien). “Yo nunca hago relojito pero, me gusta correr en las carreras por las cometas. Siempre me dejo ganar pero corro”. A Bryan no le gusta el futbol, no tiene un grupo de amigos con quiénes prefiera estar en vez de conmigo. La única razón lo suficientemente pesada para soltar mi mano es que el hombre que lo hospeda lo llame. Se escucha su voz, el eco de su voz, por todo el barrio, desgarrándose la garganta con tal de llamarlo por el nombre. Bryan sale corriendo y jura solemnemente que volverá pronto. Lo hace con los ojos. Sale disparado, corriendo esta vez con unas sandalias plásticas que superan inmensamente su talla.

      Mi soledad no dura mucho porque llega Cristian. No habla mucho. Sólo conversa cuando escogemos (impone) temas de tecnología. He llegado a pensar que su interés en mí es debido a mi celular únicamente. Él no me toma de la mano sino del bolsillo, hasta que encuentra el dispositivo y no vuelve a tocarme. Se queda conmigo porque sabe muy bien que no puede llevarse el teléfono sin que yo vaya con él. Sin embargo, me gusta pensar que nuestra amistad va más allá del utilitarismo. Llegamos a casa de él, donde me espera –una vez más- su madre con una taza de tinto hirviendo y sin colar.

      Cristian va a pasar a tercero de primaria y su madre sólo hizo hasta primero. Debe ser por esta razón que ella sólo habla de él, de sus logros, de sus diplomas y felicitaciones. Dice que va todos los días a hablar con la profesora, porque le gusta que le den buenas noticias siempre. Y mientras a la mujer se le infla el pecho hablando bien de su hijo, él me mira queriendo callarla a ella. Se avergüenza de sus triunfos, buscando una justicia que le impida a él, como a su madre, progresar. Lo deslumbra hasta una linterna apagada. Le pregunto qué quiere ser cuando grande y, de una manera excesivamente terrenal, mira para los lados, alza un poco las cejas y me dice “Quiero ser tecnológico de algo”. Yo habría preferido que me dijera astronauta o piloto de carreras. Es que él se imagina muy cerca de donde está. Pensar, planear, soñar, querer y creer a largo plazo es un lujo que muy pocos niños nos damos.

      Con la garganta ardiendo por la temperatura del tinto, por fin, veo el fondo de la taza. Doy las gracias y salgo por una puerta de madera mal puesta. Empiezo a caminar por los barrancos que hacen las veces de calles en el barrio. Ahora se hace más difícil caminar porque cada cuadra está trabajando en la instalación de su alcantarillado. Ya conozco los atajos, las tiendas, las esquinas con perros bravos y las casas sospechosas. Casi todo es gracias a Bryan que, para cuando me doy cuenta, ya está tomado de mi mano una vez más.

      Desde lo alto de la loma, allá donde el viento es más frío y es más fuerte, me está invitando a almorzar doña Olga. De vuelta, le grito que sí, que ya subo. Después de quince minutos de sudor y lágrimas, consigo la cumbre donde vive la doña. Bryan, que se siente colado, me suelta la mano; yo lo tomo y halo para que entre conmigo. Adentro está David, el hijo de Olga, y el nieto, Alex.

      David no tiene más de veinte años y ya ha sido mujer y tenido un hijo. Por razones que aún desconozco, decidió raparse el pelo, dejar de vestirse con ropa ajustada y a hablar con una voz mucho más gruesa. Ya no anda con sus amigas sino con hombres, para aquí y para allá. A mí me llama ‘biscocho’. Le doy la mano para saludarlo y me aprieta fuerte. Alex, atrás, llora porque David acaba de pegarle por algún motivo. Bryan sigue cogido de mi mano sin mostrar intenciones de soltarla.

      Nos sentamos en la cama a almorzar porque no hay comedor. Bryan y yo comemos del mismo plato. Él está contentísimo comiendo. No se da ni por entendido dentro de la conversación que mantenemos David, Olga y yo. Alex sigue llorando atrás. De vez en cuando, David le grita a Alex que deje de llorar, que sea varón. Alex responde con llanto y más llanto diciendo “¡Mami, mami! ¡Perdón!” David sigue con su almuerzo. El plato que compartimos Bryan y yo queda limpio, brillante. Yo no comí en gran medida. Al final, no puede faltar el tinto hirviendo y sin colar.

      Empieza a oscurecer y Bryan me acompaña a la panadería, mi parada de bus. Yendo, le pregunto si quiere un helado, un dulce, una cometa, un roscón y a todo me dice que no. Ya en la panadería se despide con ligereza, sin querer esperarme, queriendo omitir cualquier saudade que se pueda aproximar. Yo lo abrazo y le digo que voy a volver. Hay un silencio cómodo y él se descuelga del cuello un dije; me mira y me dice “Se lo regalo”. Le doy las gracias, me ve ponérmelo y se va. Se va corriendo en sandalias.

      Espero el bus y no demora. Me subo. Esta vez el viaje vale 900 pesos porque no se gasta gasolina en bajada. La palanca de cambios permanece en neutro y, de todas formas, al bus le suena cada una de sus partes. El vendedor de Bon Ice sigue en la estación, haciéndose su agosto. De nuevo me esperan al acecho los vendedores de suvenires del cementerio y –una vez más- les seré inmune.

Al que no quiere caldo...


No pude decir que no. Es de esas invitaciones que, por simple humanidad, uno acepta. Entré a sentarme en una silla Rimax que alguna vez fue blanca. Me acompañaban cuatro personas más, que tampoco habían sido capaces de decir que no. En las sillas nos sentamos sin querer esperar absolutamente nada.

Los puestos estaban instalados. Una cuchara y media servilleta para cada uno. Por ningún lado, un vaso. Veíamos venir una sequía prolongada hasta que vimos esa sopa. Una sopa negra. Negrísima. La señora que entusiasta nos había invitado, cargaba cada plato con un orgullo que se transformaba en sudor en sus manos. Nosotros, sinceramente, creímos sonreír pero, estoy segura de que no lo conseguimos. Después, apareció un plato de sopa en cada uno de nuestros puestos.

Como retándonos unos a otros, cada uno tomó su cuchara y empezó a explorar dentro de la profundidad de la sopa. Sin duda, algo entorpecía el curso de las cucharas. No quisimos indagar y sólo comer; acabar lo más rápido posible el manjar oscurísimo que teníamos en frente, todo por nuestras facultades de humanidad. A la una, a las dos y a las tres; con ganas de todo menos de saborear, empezamos a terminarnos eso que nunca supimos ni quisimos saber qué era.

Con intenciones de dar la vida por medio vaso de agua, poco a poco el plato se veía menos hondo. Dicen que las sopas quitan la sed. Pues, todas menos esta lo harán. Al contario, la incentivaba. Lo único que nos daba un poco de calma era creer que en ese momento pagábamos todos y cada uno de nuestros karmas. De vez en cuando, la curiosidad me invadía y analizaba cuidadosamente cada bocado que armaba encima de la cuchara. No era buena idea. Siempre ha sido cierto que es mejor sufrir con los ojos cerrados.

Por fin, no tan a lo lejos, vimos el fondo del plato. Un grito de gol no habría sido suficiente para expresar el júbilo del instante cuando la cuchara perfectamente chocaba contra el plato y emitía el agudo sonido que tanto habíamos buscado. Nos miramos con complicidad quienes estábamos sentados a la mesa; soltamos gritos de gratitud y de satisfacción. Felicitamos a la cocinera por su buen gusto y precisión a la hora de preparar semejante plato tan elaborado. Nos dispusimos, inclusive, a lavar los platos cuando, inesperadamente, nos sirvieron el seco. Porque, después de la sopa siempre viene el seco.

La misma cuchara y la misma mitad de servilleta para cada quién. Nos esperaba ahora un plato de arroz que acompañaba un suflé de atún quemado por doquier. El reto comenzó otra vez. El atún tenía, entre sus fibras, trozos de vegetales cuyos sabores no quise ni fui capaz de distinguir. Y ni una gota de agua se ofrecía a sacrificarse por mí en mi lengua. Conté uno a uno los bocados para terminar, como quien sale de compras con los pesos contados. Fueron veintitrés. No quise que fueran más de treinta.

La fe plantada


La Iglesia estaba sin terminar. En vez de paredes, hay rejas en algunas partes. Las paredes que están son azules, con imágenes sagradas para los católicos y con humedad que distorsiona el color. Por entre las rejas se cuela sin vergüenza el viento, que arrastra el agua del piso hacia adentro. Las bancas están cubiertas de polvo, las velas están gastadas y las flores, recién cortadas.
Yo estaba en primera fila. Diagonal a mí se sentó una familia que, de lejos, se alcanzaba a ver que no pertenecía a ese lugar. Todos tenían pelo mono, casi blanco. El papá, que medía casi dos metro, llegó a sentarse en la banca con sus cuatro hijos casi idénticos. Hablaban en francés, con una fluidez que yo nunca alcanzaré; hacían origami con el cancionero litúrgico de la iglesia, mientras el papá –preocupado- les abrigaba con afán.
La iglesia, a pesar de su antipatía, se empezó a llenar. Todos los feligreses se conocen entre sí. Se saludan por el nombre, con abrazos y anécdotas. Al parecer, hasta tienen puestos fijos. Hacen chistes entre ellos y deciden quiénes harán las lecturas esta vez. Después, escogen las canciones que cantarán hasta que algo les dice que todo está listo y deciden callar.
Al lado mío hay una mujer, que se rodea los 75 años. Es la administradora, encargada, dueña y responsable de la Iglesia. Está mirando con preocupación el reloj. Lo mira y lo mira. No pasa un minuto entre cada decisión que toma de volverlo a mirar. Empieza a mirar a su alrededor, creyendo que hay algo más por hacer antes de que llegue el padre. Evidentemente, no lo hay.
En sus ojos no se alcanza a ver nada, porque todo el tiempo los mueve creyendo que los feligreses ser irán; se cansarán de esperar al padre y preferirán, sabiamente, pasar la tarde fría y lluviosa en sus respectivas camas. Se suena, se vuelve a sonar y decide sonarse otra vez. La ansiedad la invade y se le nota.
Las velas ya se van a acabar. Especialmente una que, al principio, estaba próxima y ya está a punto de conseguirlo. La cera cubre todo el candelabro. El fuego no se extinguirá por el viento sino por la densidad de la cera blanca, que ya rodea amenazante a la mecha. Parece ser que el único motivo que mantiene a los feligreses en la iglesia es la luz de esa vela que, de repente, ya se ha apagado.

El Álgebra de Baldor y otros libros endemoniados


Manuela se despertó y tenía una pijama enteriza puesta, de esas que se cierran con una sola cremallera, desde el tobillo hasta el cuello. Sus padres no alcanzaron a notar la confusión en su mirada y la mandaron a tender la cama, bañarse y ponerse el uniforme del colegio. Lo hizo aunque las dudas la abrumaran. Abrió el closet y ninguna de las prendas que tenía antes de acostarse estaban ahí. Tenía sólo camisetas con dibujos, suéteres y partes del uniforme. Se lo puso. Al momento de desayunar, le pareció que le habían servido muy poco. Sin darse cuenta quedó satisfecha sin haber terminado todo el plato. Fue a lavarse los dientes con un cepillo rosado y con una crema que sabía a chicle.

Se montó en el carro y la llevaron al colegio. Allí estaban todas sus amigas con las que ya no habla; en su cartuchera estaban todos los útiles que alguna vez había perdido, y el yogur que habría de derramarse más tarde en la maleta aún estaba intacto. Sin pensarlo dos veces, sacó el yogur y se lo tomó de un sorbo. Prefería sufrir de gastritis un día que padecer de una maleta con aroma a yogur por el resto del año. Al salón entró ella. La de siempre. La de los tacones. La del olor a cuero y a nada más. Era la profesora de matemáticas: Lyda.

Las manos empezaron a sudarle. Siempre esperó cualquier lección en la vida menos reencontrarse con esa mujer. El único sonido en el salón era el pisar de  los tacones de Lyda. Atravesó el salón con el Álgebra de Baldor y muchos otros libros endemoniados en las manos. Los soltó agresivamente sobre el escritorio, tomó un marcador y escribió en el tablero la palabra menos querida por todos: quiz. Debajo, empezó a anotar tablas de multiplicar sin el resultado. Apuntó unas diez. Después les dijo a las estudiantes que las resolvieran individualmente en una hoja de papel marcada con el nombre de cada una y el quiz empezó.

Manuela no recordaba nada. Miraba el dos por dos y sabía qué responder. Era demasiado pedir devolverse diez años en el tiempo pero permanecer con el intelecto de quien es una década mayor. Prefirió no responder el dos por dos y pasó al siete por seis. Esa siempre se le dificultaba. Mientras tanto, Lyda la miraba –como siempre- de reojo. Los profesores huelen el miedo y Manuela olía mucho. De todas formas, siempre estaban las que no oían música sino canciones de las tablas de multiplicar, y eran ellas las que ya habían entregado el quiz y salido a jugar.

Después de un rato de ver a las niñas entregar los quices y salir del salón, Manuela entregó el quiz en blanco. Una vez más, conoció el infinito placer de salir a recreo y el inmenso padecimiento de que se acabe. Al final del día, como fue habitual diez años atrás, abordó el bus número 35. Por última vez conoció el placer de bajarse de un bus al frente de su casa. Entró, tiró la maleta por ahí, los zapatos por allá y el saco más acá. Se tiró en su cama, se quedó dormida y despertó diez años más tarde.