La Iglesia
estaba sin terminar. En vez de paredes, hay rejas en algunas partes. Las
paredes que están son azules, con imágenes sagradas para los católicos y con
humedad que distorsiona el color. Por entre las rejas se cuela sin vergüenza el
viento, que arrastra el agua del piso hacia adentro. Las bancas están cubiertas
de polvo, las velas están gastadas y las flores, recién cortadas.
Yo estaba en primera fila.
Diagonal a mí se sentó una familia que, de lejos, se alcanzaba a ver que no
pertenecía a ese lugar. Todos tenían pelo mono, casi blanco. El papá, que medía
casi dos metro, llegó a sentarse en la banca con sus cuatro hijos casi
idénticos. Hablaban en francés, con una fluidez que yo nunca alcanzaré; hacían
origami con el cancionero litúrgico de la iglesia, mientras el papá
–preocupado- les abrigaba con afán.
La iglesia, a pesar de su
antipatía, se empezó a llenar. Todos los feligreses se conocen entre sí. Se
saludan por el nombre, con abrazos y anécdotas. Al parecer, hasta tienen
puestos fijos. Hacen chistes entre ellos y deciden quiénes harán las lecturas
esta vez. Después, escogen las canciones que cantarán hasta que algo les dice
que todo está listo y deciden callar.
Al lado mío hay una mujer,
que se rodea los 75 años. Es la administradora, encargada, dueña y responsable
de la Iglesia. Está mirando con preocupación el reloj. Lo mira y lo mira. No
pasa un minuto entre cada decisión que toma de volverlo a mirar. Empieza a
mirar a su alrededor, creyendo que hay algo más por hacer antes de que llegue
el padre. Evidentemente, no lo hay.
En sus ojos no se alcanza a
ver nada, porque todo el tiempo los mueve creyendo que los feligreses ser irán;
se cansarán de esperar al padre y preferirán, sabiamente, pasar la tarde fría y
lluviosa en sus respectivas camas. Se suena, se vuelve a sonar y decide sonarse
otra vez. La ansiedad la invade y se le nota.
Las velas ya se van a
acabar. Especialmente una que, al principio, estaba próxima y ya está a punto
de conseguirlo. La cera cubre todo el candelabro. El fuego no se extinguirá por
el viento sino por la densidad de la cera blanca, que ya rodea amenazante a la
mecha. Parece ser que el único motivo que mantiene a los feligreses en la
iglesia es la luz de esa vela que, de repente, ya se ha apagado.
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