No
pude decir que no. Es de esas invitaciones que, por simple humanidad, uno
acepta. Entré a sentarme en una silla Rimax que alguna vez fue blanca. Me
acompañaban cuatro personas más, que tampoco habían sido capaces de decir que
no. En las sillas nos sentamos sin querer esperar absolutamente nada.
Los
puestos estaban instalados. Una cuchara y media servilleta para cada uno. Por
ningún lado, un vaso. Veíamos venir una sequía prolongada hasta que vimos esa
sopa. Una sopa negra. Negrísima. La señora que entusiasta nos había invitado,
cargaba cada plato con un orgullo que se transformaba en sudor en sus manos.
Nosotros, sinceramente, creímos sonreír pero, estoy segura de que no lo conseguimos.
Después, apareció un plato de sopa en cada uno de nuestros puestos.
Como
retándonos unos a otros, cada uno tomó su cuchara y empezó a explorar dentro de
la profundidad de la sopa. Sin duda, algo entorpecía el curso de las cucharas.
No quisimos indagar y sólo comer; acabar lo más rápido posible el manjar
oscurísimo que teníamos en frente, todo por nuestras facultades de humanidad. A
la una, a las dos y a las tres; con ganas de todo menos de saborear, empezamos
a terminarnos eso que nunca supimos ni quisimos saber qué era.
Con
intenciones de dar la vida por medio vaso de agua, poco a poco el plato se veía
menos hondo. Dicen que las sopas quitan la sed. Pues, todas menos esta lo
harán. Al contario, la incentivaba. Lo único que nos daba un poco de calma era
creer que en ese momento pagábamos todos y cada uno de nuestros karmas. De vez
en cuando, la curiosidad me invadía y analizaba cuidadosamente cada bocado que
armaba encima de la cuchara. No era buena idea. Siempre ha sido cierto que es
mejor sufrir con los ojos cerrados.
Por
fin, no tan a lo lejos, vimos el fondo del plato. Un grito de gol no habría
sido suficiente para expresar el júbilo del instante cuando la cuchara
perfectamente chocaba contra el plato y emitía el agudo sonido que tanto
habíamos buscado. Nos miramos con complicidad quienes estábamos sentados a la
mesa; soltamos gritos de gratitud y de satisfacción. Felicitamos a la cocinera
por su buen gusto y precisión a la hora de preparar semejante plato tan
elaborado. Nos dispusimos, inclusive, a lavar los platos cuando,
inesperadamente, nos sirvieron el seco. Porque, después de la sopa siempre
viene el seco.
La
misma cuchara y la misma mitad de servilleta para cada quién. Nos esperaba
ahora un plato de arroz que acompañaba un suflé de atún quemado por doquier. El
reto comenzó otra vez. El atún tenía, entre sus fibras, trozos de vegetales
cuyos sabores no quise ni fui capaz de distinguir. Y ni una gota de agua se
ofrecía a sacrificarse por mí en mi lengua. Conté uno a uno los bocados para
terminar, como quien sale de compras con los pesos contados. Fueron veintitrés.
No quise que fueran más de treinta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario