jueves, 22 de noviembre de 2012

Al que no quiere caldo...


No pude decir que no. Es de esas invitaciones que, por simple humanidad, uno acepta. Entré a sentarme en una silla Rimax que alguna vez fue blanca. Me acompañaban cuatro personas más, que tampoco habían sido capaces de decir que no. En las sillas nos sentamos sin querer esperar absolutamente nada.

Los puestos estaban instalados. Una cuchara y media servilleta para cada uno. Por ningún lado, un vaso. Veíamos venir una sequía prolongada hasta que vimos esa sopa. Una sopa negra. Negrísima. La señora que entusiasta nos había invitado, cargaba cada plato con un orgullo que se transformaba en sudor en sus manos. Nosotros, sinceramente, creímos sonreír pero, estoy segura de que no lo conseguimos. Después, apareció un plato de sopa en cada uno de nuestros puestos.

Como retándonos unos a otros, cada uno tomó su cuchara y empezó a explorar dentro de la profundidad de la sopa. Sin duda, algo entorpecía el curso de las cucharas. No quisimos indagar y sólo comer; acabar lo más rápido posible el manjar oscurísimo que teníamos en frente, todo por nuestras facultades de humanidad. A la una, a las dos y a las tres; con ganas de todo menos de saborear, empezamos a terminarnos eso que nunca supimos ni quisimos saber qué era.

Con intenciones de dar la vida por medio vaso de agua, poco a poco el plato se veía menos hondo. Dicen que las sopas quitan la sed. Pues, todas menos esta lo harán. Al contario, la incentivaba. Lo único que nos daba un poco de calma era creer que en ese momento pagábamos todos y cada uno de nuestros karmas. De vez en cuando, la curiosidad me invadía y analizaba cuidadosamente cada bocado que armaba encima de la cuchara. No era buena idea. Siempre ha sido cierto que es mejor sufrir con los ojos cerrados.

Por fin, no tan a lo lejos, vimos el fondo del plato. Un grito de gol no habría sido suficiente para expresar el júbilo del instante cuando la cuchara perfectamente chocaba contra el plato y emitía el agudo sonido que tanto habíamos buscado. Nos miramos con complicidad quienes estábamos sentados a la mesa; soltamos gritos de gratitud y de satisfacción. Felicitamos a la cocinera por su buen gusto y precisión a la hora de preparar semejante plato tan elaborado. Nos dispusimos, inclusive, a lavar los platos cuando, inesperadamente, nos sirvieron el seco. Porque, después de la sopa siempre viene el seco.

La misma cuchara y la misma mitad de servilleta para cada quién. Nos esperaba ahora un plato de arroz que acompañaba un suflé de atún quemado por doquier. El reto comenzó otra vez. El atún tenía, entre sus fibras, trozos de vegetales cuyos sabores no quise ni fui capaz de distinguir. Y ni una gota de agua se ofrecía a sacrificarse por mí en mi lengua. Conté uno a uno los bocados para terminar, como quien sale de compras con los pesos contados. Fueron veintitrés. No quise que fueran más de treinta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario