Manuela
se despertó y tenía una pijama enteriza puesta, de esas que se cierran con una
sola cremallera, desde el tobillo hasta el cuello. Sus padres no alcanzaron a notar
la confusión en su mirada y la mandaron a tender la cama, bañarse y ponerse el
uniforme del colegio. Lo hizo aunque las dudas la abrumaran. Abrió el closet y
ninguna de las prendas que tenía antes de acostarse estaban ahí. Tenía sólo
camisetas con dibujos, suéteres y partes del uniforme. Se lo puso. Al momento
de desayunar, le pareció que le habían servido muy poco. Sin darse cuenta quedó
satisfecha sin haber terminado todo el plato. Fue a lavarse los dientes con un
cepillo rosado y con una crema que sabía a chicle.
Se
montó en el carro y la llevaron al colegio. Allí estaban todas sus amigas con
las que ya no habla; en su cartuchera estaban todos los útiles que alguna vez
había perdido, y el yogur que habría de derramarse más tarde en la maleta aún estaba
intacto. Sin pensarlo dos veces, sacó el yogur y se lo tomó de un sorbo.
Prefería sufrir de gastritis un día que padecer de una maleta con aroma a yogur
por el resto del año. Al salón entró ella. La de siempre. La de los tacones. La
del olor a cuero y a nada más. Era la profesora de matemáticas: Lyda.
Las
manos empezaron a sudarle. Siempre esperó cualquier lección en la vida menos
reencontrarse con esa mujer. El único sonido en el salón era el pisar de los tacones de Lyda. Atravesó el salón con el
Álgebra de Baldor y muchos otros libros endemoniados en las manos. Los soltó
agresivamente sobre el escritorio, tomó un marcador y escribió en el tablero la
palabra menos querida por todos: quiz. Debajo, empezó a anotar tablas de
multiplicar sin el resultado. Apuntó unas diez. Después les dijo a las
estudiantes que las resolvieran individualmente en una hoja de papel marcada
con el nombre de cada una y el quiz empezó.
Manuela
no recordaba nada. Miraba el dos por dos y sabía qué responder. Era demasiado pedir
devolverse diez años en el tiempo pero permanecer con el intelecto de quien es
una década mayor. Prefirió no responder el dos por dos y pasó al siete por
seis. Esa siempre se le dificultaba. Mientras tanto, Lyda la miraba –como
siempre- de reojo. Los profesores huelen el miedo y Manuela olía mucho. De
todas formas, siempre estaban las que no oían música sino canciones de las
tablas de multiplicar, y eran ellas las que ya habían entregado el quiz y
salido a jugar.
Después
de un rato de ver a las niñas entregar los quices y salir del salón, Manuela
entregó el quiz en blanco. Una vez más, conoció el infinito placer de salir a
recreo y el inmenso padecimiento de que se acabe. Al final del día, como fue
habitual diez años atrás, abordó el bus número 35. Por última vez conoció el
placer de bajarse de un bus al frente de su casa. Entró, tiró la maleta por
ahí, los zapatos por allá y el saco más acá. Se tiró en su cama, se quedó
dormida y despertó diez años más tarde.
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