jueves, 22 de noviembre de 2012

El Álgebra de Baldor y otros libros endemoniados


Manuela se despertó y tenía una pijama enteriza puesta, de esas que se cierran con una sola cremallera, desde el tobillo hasta el cuello. Sus padres no alcanzaron a notar la confusión en su mirada y la mandaron a tender la cama, bañarse y ponerse el uniforme del colegio. Lo hizo aunque las dudas la abrumaran. Abrió el closet y ninguna de las prendas que tenía antes de acostarse estaban ahí. Tenía sólo camisetas con dibujos, suéteres y partes del uniforme. Se lo puso. Al momento de desayunar, le pareció que le habían servido muy poco. Sin darse cuenta quedó satisfecha sin haber terminado todo el plato. Fue a lavarse los dientes con un cepillo rosado y con una crema que sabía a chicle.

Se montó en el carro y la llevaron al colegio. Allí estaban todas sus amigas con las que ya no habla; en su cartuchera estaban todos los útiles que alguna vez había perdido, y el yogur que habría de derramarse más tarde en la maleta aún estaba intacto. Sin pensarlo dos veces, sacó el yogur y se lo tomó de un sorbo. Prefería sufrir de gastritis un día que padecer de una maleta con aroma a yogur por el resto del año. Al salón entró ella. La de siempre. La de los tacones. La del olor a cuero y a nada más. Era la profesora de matemáticas: Lyda.

Las manos empezaron a sudarle. Siempre esperó cualquier lección en la vida menos reencontrarse con esa mujer. El único sonido en el salón era el pisar de  los tacones de Lyda. Atravesó el salón con el Álgebra de Baldor y muchos otros libros endemoniados en las manos. Los soltó agresivamente sobre el escritorio, tomó un marcador y escribió en el tablero la palabra menos querida por todos: quiz. Debajo, empezó a anotar tablas de multiplicar sin el resultado. Apuntó unas diez. Después les dijo a las estudiantes que las resolvieran individualmente en una hoja de papel marcada con el nombre de cada una y el quiz empezó.

Manuela no recordaba nada. Miraba el dos por dos y sabía qué responder. Era demasiado pedir devolverse diez años en el tiempo pero permanecer con el intelecto de quien es una década mayor. Prefirió no responder el dos por dos y pasó al siete por seis. Esa siempre se le dificultaba. Mientras tanto, Lyda la miraba –como siempre- de reojo. Los profesores huelen el miedo y Manuela olía mucho. De todas formas, siempre estaban las que no oían música sino canciones de las tablas de multiplicar, y eran ellas las que ya habían entregado el quiz y salido a jugar.

Después de un rato de ver a las niñas entregar los quices y salir del salón, Manuela entregó el quiz en blanco. Una vez más, conoció el infinito placer de salir a recreo y el inmenso padecimiento de que se acabe. Al final del día, como fue habitual diez años atrás, abordó el bus número 35. Por última vez conoció el placer de bajarse de un bus al frente de su casa. Entró, tiró la maleta por ahí, los zapatos por allá y el saco más acá. Se tiró en su cama, se quedó dormida y despertó diez años más tarde.

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