martes, 23 de noviembre de 2021

Háganse los maricas

Para dejar la maricada, hay que saber dónde empieza. En un punto me vi buscando la respuesta en mi infancia, sobre el inicio de mi homosexualidad, como si fuera un botón que se acciona y empieza a ejecutar lo que sea que signifique ejecutar la homosexualidad. El 5 de febrero de 2015 empecé a buscar ese botón, ese hito, luego de que, en vísperas de mi grado de profesional decidiera salir del closet con mis papás justo en esa fecha, para quitarle a mi mamá el argumento de que “me había cagado la Navidad”. Es el cumpleaños de Cristiano Ronaldo. Solo por eso, los medios deportivos nunca me van a permitir olvidar la fecha exacta de cuando le dije a mi mamá que se bajara de esa nube, que nunca me iba a casar con un machito vestido de pingüino.


“¿Qué hice mal?” me preguntó mi mamá, después de pegarme unas cuantas cachetadas y lanzarme una serie de insultos miserables. Ahí empecé, mi querido Watson, a investigar qué había hecho mal… ella. Y ahí empezó también la búsqueda del inicio de la maricada, culpa de quién, culpa de cuándo, culpa de por qué; las cinco dobleús del periodismo, porque ante todo el rigor para este proceso casi forense, que buscaba incriminar a mi mamá fuera como fuera. Y el rigor no sirvió de nada, porque todas las ocasiones incriminantes fueron culpa mía. Culpa de mi desvío. Culpa de quien he sido desde la primera vez que pegué un grito. Y si en un guayabo dijeran que vomité hasta el primer tetero, vomitaría puras plumas y qué hijueputa griterío. 


Lo sé porque pasé por todas ellas. Desde cuando quisimos jugar al papá y a la mamá con mi hermana y mis primas, y yo siempre era el papá. El de la plata. Siempre es más chévere tener poder, decir en qué se gasta, y tener en las manos la decisión tener un perro imaginario. No lavar los platos de mentiras, ni la ropa; mandar y mandar. Yo era el amo hombre, que montaba en bicicleta y escalaba la montaña, mientras mis primas hacían el caldo con agua y tierra para la cena imaginaria. Mi hermana sembraba la cosecha de maleza y barro. Y yo, como era el papá, veía El Chavo del 8 y los videos de Canal 13 mientras estaba lista la sopa. La vida de un macho. 


Después me metieron a clases de equitación, pero para mí no fueron solo clases de equitación: eran la oportunidad que tenía para comportarme como el príncipe de todas las películas que veía. Hacía la montura de salto, montura de velocidad, montura de riesgo sin que mi profesora me lo pidiera, porque en mi mente enfrentaba dragones, brujas que me separaban de mi amada. Yo tenía 5 años. Mi profesora, Sylvia, me corregía, estira la espalda, suelta la crin, sube la punta de los pies, pero yo estaba enfocada en superar aquel dragón, que es enemigo propio únicamente de los príncipes. 


En Halloween, se me presentó una oportunidad de oro. Era 30 de octubre y yo no tenía disfraz. Mis primos se habían ido del país y habían dejado un closet lleno de la ropa que ya no les quedaba, entre lo que había un disfraz de Hércules. El disfraz era al menos 2 tallas más pequeño de lo que me quedaba a mí. Sin que me importara en lo más mínimo, lo agarré y me lo metí como pude. Me sentía espectacular, grande, rápida, fuerte, masculina. Es el disfraz que más feliz me hizo, creo. Era rugoso, duro, tenía tela brillante y sintética. No me importó. Aunque me picara todo y me cortara la circulación, estaba plena haciendo mi primer performance de Drag King.