lunes, 1 de septiembre de 2014

Me atracaron

Finalmente pasó. Tal vez esta alma de peatón empedernida no podía dar un paso más sin atravesar aquel ritual de iniciación urbano que yo aplacé hasta hoy. Iba caminando. Despacio. Pensativa. Sola. Sin hacerle daño a nadie ni dar "papaya". Con esa horrible fruta me refiero a que no iba escuchando música, porque hoy dejé mis audífonos en la casa, sin intención alguna. Tampoco iba hablando por celular ni tomándome fotos o tuiteando sin parar. No. Llevaba las manos en los bolsillos y los oídos descubiertos. Disfrutaba de la mejor rutina que alguien puede tener sin pagar un solo peso: caminar.

En mi poder llevaba un bello maletín que me había regalado mi mamá. Adentro llevaba una bella lonchera que me había regalado mi mamá. También llevaba una billetera, una tarjeta débito, un carnet de universidad, dos boletas para un circo y una cuchara, que era de mi mamá. En el bolsillo llevaba el iPhone que heredé de mi mamá. Ni siquiera iba cantando, como para que no digan que esto me pasa por cantar.


Iba por la carrera novena con calle ciento cuatro. De la nada aparecieron cinco o seis tipos. No los alcancé a contar. Ni siquiera me alcancé a acobardar. Me tomaron de los hombros y ni los alcancé a saludar. Todo pasó tan rápido. En mis sueños, en mis pesadillas, había planeado este momento toda mi vida. Tenía varias alternativas: entablar una conversación, empezar una pelea de Taekwondo o salir corriendo sin medir nada. Pero, de un momento a otro, me quedé en blanco. Todos mis planes para enfrentar este momento se redujeron a no reaccionar.

Uno de ellos me tomó como de la altura del brasier. Muy respetuoso, debo admitir. No intentó nada más conmigo. Ninguno de ellos me trató de 'puta', 'zorra', 'malparida', 'gomela', 'gonorrea', ninguna de esas cosas. Estoy también agradecida porque no me hicieron quitar mis botas, ni mi camisa, ni mi chaqueta. En esta ciudad hay que valorar la calaña de los criminales.

De los testigos, incluyéndome, ninguno hizo nada. La manada de caballeros logró escaparse porque, por un instante, por la NQS, aquella mortal avenida, no pasó ni un zancudo. El tren ya había pasado, esa tarde no hubo tráfico, yo no llevaba audífonos y lo había perdido todo, hasta la cuchara de mi mamá.



Pues nada. No van a lograr que me acobarde; que deje de caminar. Eso es lo que ustedes quieren y no va a pasar. Es inaudito que no pueda caminar por mi ciudad; que me toque vestirme como un gamín y que la gente crea que la voy a atracar con tal de que no me atraquen a mí. Estoy muy brava, porque a dos cuadras de la escena del crimen, estaba toda la cuadrilla de policías que pudo haberme evitado el acontecimiento, sí, sentados, tomando tinto, en un andén, dichosos de la vida, porque no tenían que llegar a la casa a explicarle a sus madres que habían incompleto el juego de cubiertos. 

En Tunja solo hay campesinos y en Leticia solo hay indios. ¿Qué clase de estadística es esta? 

No fue un acto de violencia, no señor. Al contrario, me respetaron en medio de la violación a todos mis derechos y sé que, como bogotana, he de estar agradecida. He tratado de redactar alguna excusa mamerta, como que vendiendo mi maletín y la cuchara  de mi mamá alcanza para darle de comer a seis niños que vivan en cualquier rancho. No me convence. La gente noble no roba y lo sé de primera mano, después de haber andareguiado sola por las cuadras más abandonadas de Cazuca, donde nadie nunca intentó quitarme nada sino un abrazo. Hasta aquí llegamos, Bogotá. Esta no te la perdono, y mi forma de no perdonarte es decirte en la cara que no me vas a dar miedo nunca.