martes, 19 de diciembre de 2017

El 2017, mi abuelo y yo

Por lo que he visto, el 2017 nos hizo expertos en cosas de las que preferiríamos no tener idea. Ojalá uno pudiera aprender solo lo que quiere y ser un completo ignorante en lo que duele. Pero no. De enero a diciembre, quizás con alguna intermitencia, le cogimos cancha a rivales que hubiéramos preferido no enfrentar y, en lo que siempre quisimos ser brutos, nos volvimos unos cracks. 

Pasaron cosas buenas y cada uno tendrá sus equivalentes. Cada quién se habrá bañado en sus mares. Yo dejé que el Mediterráneo, el Cantábrico y los vinos tintos de San Fermín me irritaran las fosas nasales; construimos un baño, escribí algo por lo que me entrevistaron en radio, vi a U2, buceé, por fin pude cantarle ‘Carito’ a una profesora (especialmente la parte en inglés sin equivocarme), y clasificamos al Mundial gracias a Falcao.

Pasaron cosas horribles, de cuyas fechas prefiero no acordarme. Abril, mayo y junio, como si las fechas fueran lo importante. Sin entrar en detalles logísticos, sé que la rabia, el desconsuelo, la culpa y el dolor hicieron de las suyas con cada uno y a su manera. Cada quién tendrá sus tristes equivalentes y cada quién habrá sentido que se ahoga en la diversa profundidad de sus propios mares. 

En cada ocasión de naufragio fallido y en cada momento de júbilo ciertamente inmerecido, supe qué habría hecho mi abuelo, al que una vez le dije con ligereza que me gustaba el piano y me compró uno de cola, el más pesado; que siempre me mandaba ensillar el caballo más bravo, y que supo antes que cualquiera que yo iba a ser feliz siempre que escribiera. 


Mi abuelo y yo, tras mi primera riña callejera.

Sintonizó Blu Radio, en el altavoz de una sala de reuniones ajena, y obligó a toda la junta directiva de una multinacional brasilera a escuchar la temblorosa voz de su nieta millennial. Me secó las lágrimas solo con mirármelas, porque no había por qué llorar, excepto cuando Falcao pactó en Lima nuestra clasificación al Mundial. Consoló los corazones rotos de todos sus zagales y zagalas, nos dijo que ya vendría algo mejor y tuvo razón. Me dijo que sabe cómo se siente que se mueran los amigos, pero no, que te los maten y entonces sí me dejó llorar. 

Él aprovechó el tiempo de una de sus más serias bacarrotas para calcular las medidas del jacuzzi que iba a instalar en la azotea. En nuestra casa están dispuestas las columnas de un puente y una cascada, porque así se la imaginaba. La tarde que debía confesarnos a sus nietos que no le quedaban muchos días de vida, en una habitación de la clínica Santa Fe, en lugar de decirnos que tenía cáncer, nos dijo que nos íbamos para Disney y le creímos. 

Cuando soñar es lo más difícil, es también lo más importante. Cada quien se puede identificar, ojalá, porque no me parecería justo vivir sin ver de cerca cómo se hace para soñar y soñar. De vez en cuando el miedo invade, sobre todo en estas épocas finales y tras haber sobrevivido a un año lleno de adversidades poco usuales. Sé lo que decía mi abuelo y que sin duda me repetiría ahora, un domingo, a las 10 de la mañana, en nuestra casa, con el puente terminado y el agua corriendo hacia abajo por la cascada: deja de hacer show que no te duele nada.