jueves, 28 de agosto de 2014

Ensayo sobre qué quiero ser cuando grande

Se supone que un ensayo defiende una tesis. Este ensayo no defiende nada. 


La primera persona que supo que yo quería escribir fue mi abuelo. Se lo dije con ligereza pero él nunca me escuchó así. También fue la primera persona a la que le confesé mi sueño de ser humorista y, en lugar de reírse, en la siguiente Feria del Libro, me compró un manual de chistes. No me perdía Sábados Felices. Él se encargaba de que nadie me molestara mientras lo transmitían. Decidí que quería ser como Jaime Garzón, porque todos se reían cuando lo veían. Como aparecía en televisión, decidí que lo mío era la Comunicación.
Después me enteré de que Garzón era abogado.

Nunca creí en el sistema educativo; nunca estuve de acuerdo con leer por obligación; no saber factorizar nunca implicó frustración, y el recreo siempre fue el espacio más constructivo. Mi crecimiento ontológico tuvo claro desde el principio que era más productivo jugar soft ball, que descubrir en los laboratorios aquello que ya estaba escrito. Por eso, si me gradué del colegio y de la universidad (el próximo febrero) no es por una razón distinta al destino.


He atravesado la vida académica con más pena que gloria, pero con éxito (aparentemente). Ya estoy en la recta final, donde me sumerjo en el mundo laboral de manera experimental. Y digo experimental porque no me pagan absolutamente nada. Al principio del semestre, mis papás pagaron una cuantiosa matrícula de universidad privada en país en vías de desarrollo, para que yo pudiera cumplir con los requisitos académicos de no entrar en seis meses a un salón de clases. Suena hermoso.

Mi vida es la sumatoria de un montón de hechos hilados –aparentemente- con una exactitud divina. Sin embargo, en un arrebato de incredulidad, me convenzo de que solo pasa lo que tiene que pasar, y que no hay fuerzas en el más allá; que ni siquiera hay un "más allá"; que vamos solos, flotando por la vida, víctimas o cómplices de ella y que depende del día.

Hay cosas que pasan y cosas que no, como yo en matemáticas: nunca pasé. No me preocupo. Todo es como los buses: si ha de venir, vendrá. Pero me ha invadido una insoportable y no común angustia existencial, pues estoy haciendo la práctica profesional.  Llevo un mes en jornada de ocho a cinco, en un cubículo, atravesando el día con un tinto en la tarde y uno en la mañana, cumpliendo con labores insignificantes, comenzando a dar brotes de odio hacia la recepcionista y otros síntomas del oficinismo; valorando inmensamente un paquete de post it, usando camisas entre los pantalones, y escribiendo esto en un acto de desobediencia laboral, digna meritoria de un memorando oficial. 



Se supone que el estudiante entra a desenvolverse en donde le gustaría trabajar de ahora en adelante, aprende todo lo que puede, se bebe todo lo que le consignan, usa tacones/corbata hasta que entra en confianza y luego le ofrecen un contrato. Fácil. Pero la idea de una práctica remunerada es tan colombiana como hacer refajo con Pony Malta y a mí no me pagan nada. Es reconfortante -hasta un punto- porque sería sencillo estar conforme con un trabajo que te llena el bolsillo, y a mí edad se llenan con una caja de chicles. De dos chicles.

Cada noche, llego a mi casa, alisto la ropa para mañana, me como una compota de manzana, me lavo los dientes, me empijamo y me duermo. No hago tareas. No reviso el correo. No veo las noticias. Al otro día, me levanta mi mamá a las 5 y media, me baño, me pongo la ropa que alisté, hago un amague de tender la cama, desayuno Milo tibio y arepa, me lavo los dientes, me subo al carro, me duermo, y me despierto en la 116 con séptima. Entro al edificio por la puerta rotativa más aburrida de la vida (tiene motor), subo al ascensor, oprimo el piso 12 y llego a mi cubículo. Todo pasa igual todos los días y, aun así, nunca nadie tuvo tantas dudas en su vida.

He pensado en los europeos que recogí al borde de la carretera al principio del año. Recuerdo muy bien que me recomendaron incesablemente que hiciera lo mismo: irme, a donde fuera, lejos, cerca, de algo, de lo que sea. He pensado también en el esquema, si la práctica está hecha para que dudemos de lo que somos, de lo que queremos ser, o –por el contrario- esas expectativas se afiancen. He pensado si yo odiaría tanto mi asiento si me pagaran por sentarme en él. He pensado si hay o no forma de ser feliz en un cubículo; si se puede o no huir eternamente de uno; si debería seguir estudiando o vagar un rato; si se puede vivir de un sueño sin que lo corrompa el sueldo; lo único que tengo claro es que la ronda de tintos es a las diez y cuarto.




Este ensayo no defiende nada. No hay premisas, argumentos, tesis ni afirmaciones. Solo las preguntas que me he tomado dos meses en enumerar. He recurrido a mis más recónditos conocimientos, inclusive aquellos que adquirí por accidente en mis clases de química, biología y matemáticas, para al menos descifrar qué respuestas necesito.  Decidí apegarme al método científico. Al ensayo y error. El descarte, y entender que para ser feliz, hay que haber sido infeliz primero, como en el amor.

Este es un ensayo sin certezas pero satisfecho. Sería horrible que yo amara mi trabajo y este desamor me complace. Me quedan 109 días en este cubículo. Tantas preguntas me he hecho, que ser cuenta chistes ha vuelto a estar en tela de juicio. De vez en cuando viene bien estar confundido y más si eres comunicador. No sé para dónde voy y me parece encantador, porque si perdí toda la tranquilidad fue –precisamente- el día que todo empezó a pasar igual.  
 


 

martes, 26 de agosto de 2014

#ConfesionesDePracticante

Me temo que comienzo a ser el público objetivo de las empresas de post it y cosedoras. De repente, la hora más emocionante de todas es el almuerzo, donde me entero de que el de comercio peleó con el de seguridad, y están ofendidísimos porque le levantó la voz. Paso las horas calentando un asiento y lo más libre que puedo ser es entre las 12:30 y la 1:30, cuando camino en círculos por entre el barrio que queda frente a mi oficina, para no perder la costumbre de caminar y para no perderme a mí, siempre fácil de encontrar en la voluntad de poner un pie delante del otro.

Ser infeliz nunca fue tan fácil. Siempre creí que para eso había que esforzarse, pero este metro cuadrado, que me grita en la cara que nunca nadie hizo algo tan insignificante, es el aula perfecta para aprender a conformarse. Después de mi inquebrantable rutina de ocho horas, llego a mi casa como si hubiera atravesado quién sabe qué montaña. Y yo quiero rociar unas flores, soportar algunos fríos, pintar algunas paredes, hacer algunas filas, cubrirme de algunos vientos, todo menos calentar este asiento.

Esta es una vida muy cuerda, muy sensata, muy fácil, muy seria. Hace falta una dosis de inexactitud, de impuntualidad; algo que no tenga el color institucional y que desentone con la vestimenta formal. Es urgente una cuota de desenfreno. Afortunadamente siempre fui de las que disimulan mal. Esa fracción mínima pero suficiente de improvistos es el amor; ése que cada vez que se me aparece comienza a brotar. No sé. No lo he aprendido a mesurar. Disculpe usted, si de lunes a martes resulto amando tres veces la mitad. Amar como un loco es mi última demostración de cordura, de ser social. 


jueves, 14 de agosto de 2014

Crónica de estrenar el SITP

Se acabaron los días de salir a la calle, esperar alguno de los innumerables buses que decían 'Unicentro' y tener la certeza de que uno no se iba a perder. Adiós a los bellos días de la certidumbre de coger un bus y tener pleno conocimiento de su ruta. Yo creí que nunca iba a conocer angustia más grande que cuando el chofer volteaba el tablero en pleno camino. ¿Cómo así? ¿Nos vamos a devolver? ¿Ya no vamos para donde íbamos? ¿Para dónde voy? ¿Quién soy? Eran mis preguntas más existenciales, hasta que Robinson Díaz decidió ser la imagen del SITP y quitarnos, por lo menos a mí, toda la seguridad ontológica.

Es el final de una era. Nunca más el "Présteme pa'l bus". Nunca más "¿Me lleva por mil?". Nunca más "¿Nos lleva a los catorce por 5 mil?" Fueron unos días lindos. Subirme por la puerta de atrás fue el climax de mi corrupción. Y quise prolongar esta etapa de mi vida lo más que pude, pero ya -simplemente- no hay de mis buses, de mis buses púrpuras, celestes, ocres y negros, que reconocía no por su tablero sino por su color. Por eso, mi problema con el SITP es puramente cromático.

Llevo toda una vida sabiendo que el bus amarillo va por la 19; el verde, por la 11; el blanco, por la 170; el ocre, por la 134; el negro, por la 94, y ahora me quieren hacer creer que los azules van por todos lados. Esto pone en duda todas las certezas sobre las cuales fundamentaba mi personalidad, mis principios, mis planes, mis sueños. De verdad. Por eso implementé una desobediencia civil, en la que me negaba a tomar esos buses a prueba de daltónicos. Sin embargo, ayer la vida le volvió a dar la razón a mi mamá y mi insurgencia perdió toda su viabilidad.


Circunstancias inevitables de la vida me llevaron, hace un año, a tener una tarjeta del SITP. Está marcada con mi nombre y cédula, porque al que no quiere caldo le marcan la tarjeta. La recargué solo esa vez, obligada, para cumplir un requisito de la universidad y pasar el semestre. Evidentemente, no tenía alternativa. Quiero que quede claro que actué bajo coacción y que si usé mi tarjeta fue porque no tuve otra opción. 

Ni siquiera para mi tesis investigué tanto.  Entré a la página de SITP, busqué las rutas, algún video tutorial en el que Robinson Díaz me explicara qué bus tomar. Hice clic en cada una de las zonas de la ciudad, buscando mapas, convenciones, paraderos, paradas, testimonios de los pasajeros, el pasado judicial de los choferes, el modelo de cada uno de los buses, el estado de su revisión de gases y de la tecnomecánica, solo para saber qué bus coger. Tú y tu cursito de SITP online. 

Tengo una relación de amor y odio con el sistema... con el Sistema Integrado de Transporte Público. A su favor veo que es una medida llena de buenas intenciones, que busca dotar de orden a esta Bogotá, bella en su caos. En contra, veo que nadie se sube a cantar y que hay que tener un computador para saber qué bus parar (y casi nadie tiene computador). Tal vez, algún día, esto se vuelva natural; tomemos los buses azules, los vinotintos y los anaranjados como tomábamos el de Unicentro, Verbenal y Paraíso: a ciegas. Por ahora, contrariando cada particularidad de nuestra rutina, para subirse a un bus azul hay que -en pocas palabras- tener un doctorado a lo Tony Dize. Ojalá a nadie se le ocurra nunca una tarjeta para caminar.








martes, 5 de agosto de 2014

Prueba de supervivencia desde el cubículo

Todos, alguna vez, borrachos de adolecencia o de aguardiente, hemos jurado solemnemente no terminar en un cubículo. Como resultado de la pubertad, nos prometimos, una noche, cualquier noche, no dejar de ser lo que somos con tal de encajar en el esquema de los "colombianos de bien". Choose Life. Choose a job. Choose a career. Choose a family. Choose a fucking big television, y de repente guardamos los Converse y estrenamos zapatos que no sirven para huir.


Luego de atravesar con torpeza una adolecencia impuntual y esporádica, decidí no dedicarme a escribir. Hice caso omiso a lo que todos decían y le dije no al matrimonio con la escritura. No iba a redactar párrafos sobre algo que no me apasionara solo con tal de comer. Prefiero morir de hambre que de aburrimiento, y sentir pasión en un cubículo es muy difícil, entonces sí: escribo esto desde el mío, con una inspiración estreñida, una escacés sinvergüenza de ventanas y padeciendo la fatalidad de todos y de cada uno. Pueden llorar, pueden viajar, pueden hacer lo que quieran: en alguna parte del mundo le espera a cada quien su puto cubículo.



He llegado a pensar que esta silla me esperó siempre, así haya querido omitirla con cada decisión que tomé antes de sentarme en ella.Qué pesar que esto sea sinónimo de éxito, de "ser alguien en la vida". Choose good health, low cholesterol, and dental insurance.Yo no soy esto. Yo no soy periodista. Yo no soy parte de nada. Escribir no es mi trabajo. Escribir es mi vida. Soy escribir y no voy a ser en un cubículo.

Tendré un affair con las palabras. Si me preguntan, lo negaré. Nos veremos los fines de semana. Inventaré congresos de algunas cosas y nos iremos de vacaciones. Tal vez a Aruba, tal vez a Australia. Será un romance clandestino, blindado contra la cotidianidad y la monotonía. Apasionado, fiel y comprensivo. Eterno, íntimo y divertido. No pongo los cachos, pero si he de serle infiel a alguien, a la vida, a la costumbre, al trabajo, al sueldo, al destino, será con la escritura. No. No terminé en un cubículo. Empiezo en uno y no voy a volver a ninguno.