lunes, 26 de junio de 2017

Camas

Fijar cuatro esquinas, como un cuadrado o un rectángulo. 

En cada esquina, una pata sostiene la parte que le corresponde del peso. Pueden ser largas o cortas, angostas o anchas, de madera, plástico o concreto, siempre responsables cumplen con lo que les toca. 

Las cuatro esquinas, elevadas por las cuatro patas, son unidas por cuatro líneas rectas que se unen en cuatro ángulos perpendiculares; dos por cada línea, uno en cada esquina. 

El espacio vacío que se crea por la unión de los extremos de las líneas es ocupado por más líneas rectas, que lo atraviesan de extremo a extremo y paralelas. 

Al tiempo, la fuerza de las patas es suficiente para sostenerlas a ellas también.   

Por encima de la líneas paralelas, se instala una porción de las mismas medidas, o tenuemente más grande que el equilátero ya formado por las cuatro esquinas. Algodón, espuma, lana, lino, seda, poliéster. Lo importante es que el material sea gentil con la piel del ser humano. 

Según la perspectiva, el feng shui, las necesidades, el dueño o el azar, se define un derecho para el equilátero. Un arriba y un abajo. 

En la parte de arriba, se acomoda una prenda de ropa, un descansa cabezas, un retaso que haya sobrado del tendido que se puso primero, una almohada o nada, si así se prefiere.

Olvidar todo lo anterior. 

Lo primordial es con quién se comparta el nuevo espacio instalado. 

Sin importar a dónde se vaya, el clima, qué o quiénes lo rodeen, su dueño o anfitrión, truene o relampaguee a su alrededor; así canten los pollos, las vacas, los cerdos, los micos, los patos, los gallos y los pericos; por más cuajado, mamado, atornillado, maltratado, enjuagado, ensopado, sudado, llorado que se llegue, lo más importante es quién se te acuesta al lado. 

Entre más estrecho se encuentre, se puede apelar al poco espacio para dormir más arrunchado. 

Hacer angostas las camas. 

miércoles, 21 de junio de 2017

El feminismo, la selva y la omnipotencia del balón

Conozco la pretensión de una pelota, incluso cuando todavía no ha rodado ni se le ha visto por ningún lado. Esa tarde volvió a lucirse sin pena, en la mitad de la selva, por la mitad del Río Magdalena. 


Puso a una decena de muchachitos a su alrededor, captando toda la atención, como siempre le ha gustado. Todos hablando de ella, todos queriendo tocarla, cada uno convencido que puede hacerlo mejor que el anterior. Todo para tapar los agujeros que tenía y ponerla a correr por el suelo, por el cielo, en tiempo récord, antes de que se fuera el sol. Yo traigo la aguja, mi papá nos presta la bomba de las llantas de la bicicleta, quién tiene silicona, la aguja no caza, yo tengo parche de moto, ya cazó, está inflando, ya, ya, no funciona, erda, dígale a su primo que nos preste el balón que sí infla, ya conseguí silicona, ya no importa, ya rodó la bola, ajá. 

Arrancaron los varoncitos para el campo que estaba vacío, porque es de ellos y solo se llena cuando ellos juegan. Quisieron armar un mundialito. El equipo perdedor sale al gol y entra el otro. Listo, listo. No contaban con que toda la vereda podía ver el partido desde sus ventanas. Todas las madres, primas, tías, abuelas y hermanas.  Los varoncitos no contaban con que por cada hombre hay en promedio tres mujeres en el mundo y la estadística también se hizo evidente esa tarde, en esa vereda en el sur de Bolívar. Tampoco contaban con que mis piernas blancas y flacas llamarían la atención de todos los estrógenos de la vereda, que no esperaron más de 15 minutos tras el imaginario pitazo inicial para sabotearlo. 

Salí del campo a recoger el balón para cobrar un tiro de esquina. Cuando volví, a los varoncitos los unía una sola cara de ira y un sentimiento común de resignación e impotencia. Las mujeres les habían quitado la cancha. Por cada hombrecito había dos niñas, tres adolescentes, dos adultas y una anciana, armando equipos, asumiendo posiciones y apelando a su incapacidad para encargarse de la arquería. El dominio del territorio había cedido ante la mayoría. A los varoncitos no les quedó sino irse con el balón entre el antebrazo y la cintura, a sentarse al borde de una de las torcidas líneas laterales y ver el picaíto desde afuera, como un suplente que nunca se quita la chaqueta.

Se hizo realidad mi sueño feminista que nunca tuve ni tendré. En cada pase que ponía, en cada gol que me comía pensaba en que Florence Thomas se estaría muriendo de la envidia. Mujeres y niñas de una de las zonas más aisladas del Trópico habían llegado con el mejor balón de la vereda, armaron un partido y en cuestión de segundos, dejaron a todos los hombres y niños de espectadores y porristas. En ese preciso instante, gender was fucking dead, my friend. 



Las piernas blancas son las mías.


Generación tras generación de mujeres se fue quitando sus zapatos, sandalias y –los favoritos de Uribe- sus Crocs. Hice lo mismo. A mi alrededor, no solo el equipo contrario, también mis compañeras, me miraban, ya no con los ojos solamente abrumados por mi color insípido, sino por mis pocas intenciones de parecer distinta, distante a ellas, aunque la genética gritara que lo normal era lo contrario. 

A la mierda lo normal. Yo no soy blanca. Soy transparente. Por dentro y por fuera. De ahí que no niegue el pesar de no haber nacido con la piel un poquito más negra, o al menos más gris. Soy hincha del Junior de Barranquilla, no me pican los mosquitos y no hay calor que me sofoque. A pesar de todo esto, cuando me pongo pantalones cortos, parezco estrenando medias blancas y me alumbran las piernas. Esa misma luz resplandeciente, que brillaba un poco más cada vez que se le enredaba el balón, encandelilló a toda la vereda y los guió a todos a ser testigos del mejor partido de mi vida. 

Y así fue como las plantas de mis citadinos pies terminaron jugando fútbol en la mitad de la selva, al lado, debajo, en frente de otras decenas de pares de pies mucho menos blancos que los míos. No sé qué tanto pisé, qué tantos insectos me pisaron, me mordieron, me besaron y ya nunca va a importar. No marqué ni un gol, pero eso tampoco importa ya. El fútbol, como el amor, es más lindo cuando no hay árbitro, reloj ni marcador.  

No hay que menospreciar nunca la omnipotencia de un balón, uno de fútbol o al menos uno que se pueda patear. Ese día, una pelota de cuero, amarilla, marca Golty hizo que pasara de todo en un sitio donde nunca pasa nada. Las personas sacaron las sillas de sus casas para acercarse a ver a la blanquita jugar descalza en la cancha, al lado de la abuela, las mamás y las tías; tremendo lío en un deporte que ha reducido desde siempre a la mujer y ha contribuido al establecimiento inútil de la percepción del género femenino. Pero el fútbol todo lo ha hecho y también lo puede hacer, desde acabar con la silenciosa monotonía de un sitio donde todo lo que suena es el río, hasta poner en el mismo equipo a amigos y enemigos. 

Una de mis hinchas, la única, en realidad, la razón por la que yo estaba en esa cancha -entre risas perversas y miradas dirigidas- calculó el tiempo durante el que jugamos. Habíamos corrido detrás de esa pelota amarilla más de una hora. Los rumores dicen que el partido quedó 3 a 2, perdiendo yo. Salí del campo como Falcao: con una lesión marica. Me senté victoriosa tras mi derrota, a tomarme un jugo de guayaba, mientras contemplaba en la cancha ya vacía, en mis pies llenos de patadas y en el sol que ya se escondía detrás de esas montañas tupidas -en las que nadie se imaginaría que hay metros cuadrados con un arco a cada lado-, que el fútbol es lo único que puede cambiar el mundo, 90 minutos a la vez y lo hace, de cuando en cuando. 

martes, 13 de junio de 2017

El periodismo, el dolor y dejar ir

Estudié periodismo, porque quería ser como Jaime Garzón. Luego aprendí que Jaime era abogado. A pesar de esta decepción, me fui enamorando no tan poco a poco del oficio. 

El periodismo

Nunca una actividad tuvo tanto sex appeal. El compromiso con la verdad, la estética de las palabras y la responsabilidad con la democracia seducen a cualquiera. No quise ser otra de sus mozas, así que decidí no ser periodista y mejor escribir por escribir, como escribo ahora. Por amor y no por pasión, que es distinto. Tanta seducción termina por joderte la cabeza, pierdes las nociones de justicia, de humanidad, solo con tal de conseguir un puto like. 

Cuando todavía estaba en la universidad, tenía un compañero que quería ser periodista de guerra, como quien estudia Medicina y quiere ser Gastrointerólogo. No sé si un periodista de guerra es un soldado que sabe escribir o un periodista que sabe pelear. Igual, así como hay gente que se dedica a escribir sobre cómo nos matamos, también hay posgrados para aprender a escribir sobre cuando nos dejamos de matar. Entonces aparecen las maestrías, diplomados, especializaciones, retiros espirituales, coaching, kermeses y bazares para convertirse en expertos en escribir sobre víctimas, verdad y memoria, pero lo cierto es que nadie sabe cómo se hace, hasta que le pasa. 

El dolor

La vida en Colombia es lo que pasa entre un hecho atroz y otro peor. A todos se nos despierta el Jorge el Curioso interior y consumimos cuanta noticia de pacotilla se nos atraviese por el News Feed, todo con tal de no quedar como un desactualizado en la siguiente reunión social, cuando se decida por consenso tácito entretenerse con las desgracias ajenas. 

Y los medios lo saben. Saben perfectamente que el miedo más grande que se padece en la actualidad es el fear of missing out. Quedarse por fuera. No coger el chiste. Solo por eso, solo por eso, las tragedias más insoportables se rodean persistentes por las redes. Que última hora, que exclusivo, que el testimonio, que el dictamen, que yo no sé qué mierdas, y se prologan los dolores solo por la sed insensible de saber más, sin importar si es la verdad. 

Como nadie sabe cubrir el sufrimiento; como cualquiera es seducido por el periodismo; como lo que importan son los likes; como nadie quiere parecer desinformado, y como a nadie le importa quién está al otro lado del texto, solo hasta estar leyéndolo con los ojos empañados, es posible entender que el afán por vender impresiones y por intervenir conversaciones con el dato que nadie más tiene agranda las heridas que parecían insuperables. 

Dejar ir

En los últimos días, mis amigos y yo nos volvimos expertos en lo que nadie debería tener experiencia. Hoy apenas estamos aprendiendo a dejar ir. A seguir adelante sin olvidar, pero sin sufrir. Recordar y aplicar lo bueno. Sin meter los dedos en las heridas, dejando que cicatricen sin hurgarlas. Diferenciando la verdad de lo que no importa y los medios deberían hacer lo mismo. Dejen ir. Dejen ir.

lunes, 5 de junio de 2017

Para Facha

Era una optimista incansable. Nunca dudé de que Colombia iba a clasificar al mundial, por ejemplo, ni siquiera cuando íbamos perdiendo 3 - 0 en Barranquilla, contra Chile. La vida no solía quedarme mal, porque el partido solo se acaba cuando se acaba. Falcao marcó el segundo penal y miré a mis amigos como quien dice "siempre lo supe", aunque no lo supiera. Esperaba hasta el minuto 94. Más que fe, le tuve paciencia a la vida, dándole siempre la segunda oportunidad para explicarse, el beneficio de la duda para reivindicarse. Todo siempre iba a estar bien, al final. A cada quien le llegaba solo lo que se merecía o lo que podía soportar, para crecer, hacerse más fuerte, ejercitar los músculos, cicatrizar, resignificar y sacar callo. Y no. La vida entera es inexplicable. Injusta. A las personas más buenas las lleva por caminos trágicos y dolorosos. Inmerecidos. Lo difícil, lo que hoy parece imposible, para lo que hoy pocas fuerzas nos quedan, es hacer aún más injusta esta perra vida. Llevar a cabo actos de bondad inverosímiles. Que nadie se explique. Hacerlos y hacerlos. Confundir a la humanidad perversa, con amor. Con puro, desconocido, desinteresado e impetuoso amor. Y lo vamos a hacer, cuando estemos mejor. Se jodieron.