miércoles, 21 de junio de 2017

El feminismo, la selva y la omnipotencia del balón

Conozco la pretensión de una pelota, incluso cuando todavía no ha rodado ni se le ha visto por ningún lado. Esa tarde volvió a lucirse sin pena, en la mitad de la selva, por la mitad del Río Magdalena. 


Puso a una decena de muchachitos a su alrededor, captando toda la atención, como siempre le ha gustado. Todos hablando de ella, todos queriendo tocarla, cada uno convencido que puede hacerlo mejor que el anterior. Todo para tapar los agujeros que tenía y ponerla a correr por el suelo, por el cielo, en tiempo récord, antes de que se fuera el sol. Yo traigo la aguja, mi papá nos presta la bomba de las llantas de la bicicleta, quién tiene silicona, la aguja no caza, yo tengo parche de moto, ya cazó, está inflando, ya, ya, no funciona, erda, dígale a su primo que nos preste el balón que sí infla, ya conseguí silicona, ya no importa, ya rodó la bola, ajá. 

Arrancaron los varoncitos para el campo que estaba vacío, porque es de ellos y solo se llena cuando ellos juegan. Quisieron armar un mundialito. El equipo perdedor sale al gol y entra el otro. Listo, listo. No contaban con que toda la vereda podía ver el partido desde sus ventanas. Todas las madres, primas, tías, abuelas y hermanas.  Los varoncitos no contaban con que por cada hombre hay en promedio tres mujeres en el mundo y la estadística también se hizo evidente esa tarde, en esa vereda en el sur de Bolívar. Tampoco contaban con que mis piernas blancas y flacas llamarían la atención de todos los estrógenos de la vereda, que no esperaron más de 15 minutos tras el imaginario pitazo inicial para sabotearlo. 

Salí del campo a recoger el balón para cobrar un tiro de esquina. Cuando volví, a los varoncitos los unía una sola cara de ira y un sentimiento común de resignación e impotencia. Las mujeres les habían quitado la cancha. Por cada hombrecito había dos niñas, tres adolescentes, dos adultas y una anciana, armando equipos, asumiendo posiciones y apelando a su incapacidad para encargarse de la arquería. El dominio del territorio había cedido ante la mayoría. A los varoncitos no les quedó sino irse con el balón entre el antebrazo y la cintura, a sentarse al borde de una de las torcidas líneas laterales y ver el picaíto desde afuera, como un suplente que nunca se quita la chaqueta.

Se hizo realidad mi sueño feminista que nunca tuve ni tendré. En cada pase que ponía, en cada gol que me comía pensaba en que Florence Thomas se estaría muriendo de la envidia. Mujeres y niñas de una de las zonas más aisladas del Trópico habían llegado con el mejor balón de la vereda, armaron un partido y en cuestión de segundos, dejaron a todos los hombres y niños de espectadores y porristas. En ese preciso instante, gender was fucking dead, my friend. 



Las piernas blancas son las mías.


Generación tras generación de mujeres se fue quitando sus zapatos, sandalias y –los favoritos de Uribe- sus Crocs. Hice lo mismo. A mi alrededor, no solo el equipo contrario, también mis compañeras, me miraban, ya no con los ojos solamente abrumados por mi color insípido, sino por mis pocas intenciones de parecer distinta, distante a ellas, aunque la genética gritara que lo normal era lo contrario. 

A la mierda lo normal. Yo no soy blanca. Soy transparente. Por dentro y por fuera. De ahí que no niegue el pesar de no haber nacido con la piel un poquito más negra, o al menos más gris. Soy hincha del Junior de Barranquilla, no me pican los mosquitos y no hay calor que me sofoque. A pesar de todo esto, cuando me pongo pantalones cortos, parezco estrenando medias blancas y me alumbran las piernas. Esa misma luz resplandeciente, que brillaba un poco más cada vez que se le enredaba el balón, encandelilló a toda la vereda y los guió a todos a ser testigos del mejor partido de mi vida. 

Y así fue como las plantas de mis citadinos pies terminaron jugando fútbol en la mitad de la selva, al lado, debajo, en frente de otras decenas de pares de pies mucho menos blancos que los míos. No sé qué tanto pisé, qué tantos insectos me pisaron, me mordieron, me besaron y ya nunca va a importar. No marqué ni un gol, pero eso tampoco importa ya. El fútbol, como el amor, es más lindo cuando no hay árbitro, reloj ni marcador.  

No hay que menospreciar nunca la omnipotencia de un balón, uno de fútbol o al menos uno que se pueda patear. Ese día, una pelota de cuero, amarilla, marca Golty hizo que pasara de todo en un sitio donde nunca pasa nada. Las personas sacaron las sillas de sus casas para acercarse a ver a la blanquita jugar descalza en la cancha, al lado de la abuela, las mamás y las tías; tremendo lío en un deporte que ha reducido desde siempre a la mujer y ha contribuido al establecimiento inútil de la percepción del género femenino. Pero el fútbol todo lo ha hecho y también lo puede hacer, desde acabar con la silenciosa monotonía de un sitio donde todo lo que suena es el río, hasta poner en el mismo equipo a amigos y enemigos. 

Una de mis hinchas, la única, en realidad, la razón por la que yo estaba en esa cancha -entre risas perversas y miradas dirigidas- calculó el tiempo durante el que jugamos. Habíamos corrido detrás de esa pelota amarilla más de una hora. Los rumores dicen que el partido quedó 3 a 2, perdiendo yo. Salí del campo como Falcao: con una lesión marica. Me senté victoriosa tras mi derrota, a tomarme un jugo de guayaba, mientras contemplaba en la cancha ya vacía, en mis pies llenos de patadas y en el sol que ya se escondía detrás de esas montañas tupidas -en las que nadie se imaginaría que hay metros cuadrados con un arco a cada lado-, que el fútbol es lo único que puede cambiar el mundo, 90 minutos a la vez y lo hace, de cuando en cuando. 

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