jueves, 27 de julio de 2017

Carta para ayudarle a James con la tusa


Bebé,

Una vez más, la vida nos pone en el mismo lugar, a mil kilómetros de distancia. Tener el corazón roto es un dolor tan íntimo pero tan común, que no veo por qué atravesar esta pena por separado. Tú estuviste casado cinco años y, aunque lo mío no sea comparable en números, una tusa es una tusa en Munich, en Madrid o en cualquier lado.

Antes que nada, debes dejar de stalkearla. No mires sus tweets ni sus fotos de Instagram. Si te ves revisando a qué le ha dado Like, bloquéala. No llegues tan bajo, porque eso solo te va a hacer más daño. Parecerás inmaduro y la prensa hablará más de ti, pero todo vale cuando se busca primero la tranquilidad de uno.

No escuches canciones tristes. Escucha vallenato, pero no del sentimental. En estos momentos, Martín Elías tiene esa personalidad a la que todos debemos apelar. Tengo un par de canciones de él que te pueden ayudar. También, como sé que te gusta el reggaetón tanto como a mí, saca ya de tu biblioteca canciones melcochudas como las de Chino y Nacho. Andy Rivera y Pitbull tienen buenos temas para empoderarte y convencerte de que todo lo que necesitas es rumbear y bailar hasta abajo.

Recurre a tus amigos, como yo, por ejemplo. Esos que te quieren tal y como eres desde que jugabas en el Envigado, los que desde el principio supieron que ibas a hacer historia en Banfield, a los que siempre les hacías goles de volea y por eso el gol contra Uruguay les pareció haberlo recordado. Esos, que te dicen que has salido de peores y que también vas a salir de ésta.


Lo que sí te voy advirtiendo de una vez y por todas es que nunca vas a llegar a odiarla. Vendrán malas influencias, que te dirán que te recuperarás más rápido si conviertes tu dolor en rencor, pero yo te digo que no. Los días van a pasar, las noches interminables van a terminar y los momentos felices van a dejarte de doler. Yo no habría preferido no sufrir ahora, porque significaría no haberla querido nunca. Vamos a estar bien. Como dice Cristiano, calma calma.

Te ama, Manu. 

lunes, 24 de julio de 2017

Carta de amor al mar

Amo el mar como se debe amar. Amo el mar de la única forma verdadera de amar: por tantas razones que no sé por dónde empezar. Se me hace un ocho la cabeza cuando me dispongo a explicar por qué amo el mar y también cuando amo en general. 

Me gusta su perfume, su aroma inconfundible, que de vez en cuando se expande hasta lugares desde los que ya ni se ve ni se escucha. Me gusta cómo se ve bonito desde lejos y también cómo su belleza se hace más inmensa a medida que nos hacemos más cerca. Del mar me encanta todo lo que no entiendo y que a la vez está expuesto, abierto y entregado. Entre más inmersa esté en el agua, me asombra más y más todo lo que no sé. La belleza de lo incomprendido que no se esconde. Tan armónico, puro y genuino, desde el fondo hasta la superficie visible. 


Me gustan las corrientes. Cómo se llevan todo con ellas y cómo traen de vuelta solo algunas cosas. Me gusta cómo hemos aprendido a dejarnos llevar y también, de vez en cuando, a nadar contra ellas. Convivir con un sistema en el que el ser humano está en completa desventaja. Me gusta el mar porque siempre lleva las de ganar y yo siempre, las de perder. Me gusta porque nunca competimos y yo nunca me he sentido derrotada. He aprendido a que el agua me llegue al nivel saludable, suficiente para arrastrarme sin dejarme ahogar, incluso cuando ya no estoy en el mar.


El mar es el único lugar donde se puede ser perfectamente consciente de la felicidad. No dejarla escapar. Ser feliz sin hacer nada. Solo estar. (Mientras escribo esto, frente al Cantábrico, soy consciente de que pocas veces había tenido tanto por escribir y todos los textos por terminar. Quizás la felicidad sea esto: no saber qué esquina agarrar primero). 


Del mar me gusta que es violento cuando quiere. Apacible, cuando le da la gana, pero siempre contundente. Nunca encontrar un mar insípido es una certeza menospreciada. Salado, picado, bandera blanca o bandera roja, pero todo hasta la muerte. Es lo que es y punto. 

Hay que cantarle vallenato a todos los mares, porque mar es mar en todas partes. Es uno solo, como el amor de la vida: muchos nombres pero a-mar, al fin y al cabo. El mar, que nos ha visto crecer, matarnos, llorar, dudar, preguntarle, contarle todo, y él, callado, ha dado todas las respuestas. El mismo de toda la vida. Constante, genuino y puro como nadie. Amo el mar porque sin importar cuándo ni dónde, es quien ha sido siempre. Aunque entre cada reencuentro pase demasiado tiempo, el resultado de la espera mutua siempre es el mismo. No decepciona. Es un amor que solo crece, se prolonga, se hace más fuerte, incluso desde el altiplano Cundiboyacense. El mar no es como el amor. El amor debería ser más como el mar.

martes, 11 de julio de 2017

Sol y sombra

Tras una corrida en Madrid y otra en Pamplona, puedo finalmente decir qué pienso de los toros, mientras escribo abrigándome con un saco rojo, taurino y traído de Sanfermines. Como una primera impresión generosa y humilde, fue bello darse cuenta de que no todas las plazas son como la de Bogotá: antipáticas, clasistas, faranduleras, otra cámara de comercio de gente que va más a ser vista que a ver los toros. Plazas únicas como la de Pamplona están llenas de ebrios, ignorantes, ignorantes ebrios, músicos, orientales que consideran sagradas a las vacas y de ganaderos curtidos pero sin plata.

Sale el toro. Habría que ser ciego para no admitir, al menos con un poco de derrota, la belleza con que cada uno se enfrenta al toro en su disciplina. He decidido admirar más, y no por mucho, al banderillero, incluso por encima del torero. Velocidad, precisión y aquellas en suma con un incomprensible amor por la vida. Tanto, que se la pasa a punto de perderla. Experimentar a perder lo más preciado, con una constancia tal, que se desconoce la conciencia popular de saber lo que se tenía solo cuando se ha perdido. 

Toda belleza humana que se ha expuesto sobre el ruedo se anula cuando matan al animal. Hasta los taurinos algunas veces quitan la mirada. Por más tremendista que haya sido el torero, por más contundente que haya sido el picador, ese instante solo es para tomar un parpadeo prolongado. 

El toro es criado desde antes de nacer y sin saberlo, para el ruedo. Se escogen con minucia su padre y su madre. Del padre, hereda la apariencia. De la madre, la bravura. Igual que los hombres. Con el tiempo, se evaluará periódicamente su peso, lomo, cara, cuernos; se agrupará por lotes de edad y, cuando alcance los 4 o 5 años, será vendido por su ganadería a la feria más amiga. 

Pasa su vida como un pachá, en el campo, comiendo y bebiendo, sin arar un solo terrenito; con un ejército de pastores y veterinarios a su merced, criándolo, cocinándolo, adobándolo vivo, para que vaya cogiendo sabor y sazone su muerte por sí solo, en un ritual escandaloso, bochoronoso y -también- una muerte demasiado digna para una vaca brava. 

En cambio, el torero. El torero ha sabido toda su vida que su destino es el ruedo. Practica para el encuentro con el animal. Conocer las ganaderías le da la ventaja de conocer también el talante de su siguiente contrincante. Perfecciona su coreografía. Baila, salta, canta, se arrodilla. Cinco seis siete ocho. Sabe incluso cómo fomentar aplausos y alegrías. Es un showman. Y ese conocimiento pleno es la más grande desventaja para el toro. 

El animal (el toro) entra a la arena sin saber que su única alternativa es salir arrastrado. Nunca se ha enfrentado a un ser humano, mucho menos a uno armado, también a uno sobre un caballo, otro que se le avecina sin miedo y de frente a apuñalarle el cuello, otros tres o cuatro que se burlan de él y otros millares que pagan tiquetes, solo para verlo morir. Minoría absoluta para un animal de 600 kilos. 

Esa injusticia tan visible despierta en mí algo que incomoda y que no conocía: el deseo de que el toro gane la batalla, o al menos alguno de los enviones. Tanto en Madrid como en Pamplona vi cornadas y, como cuando el equipo débil marca el gol de la dignidad en medio de una goleada, yo me emocionaba. Le hacía fuerza al toro. Qué vergüenza. No está bien disfrutar con el sufrimiento de otra persona, pero tampoco con el de un toro. Me fui de esa plaza y no volví a entrar a ninguna.