martes, 11 de julio de 2017

Sol y sombra

Tras una corrida en Madrid y otra en Pamplona, puedo finalmente decir qué pienso de los toros, mientras escribo abrigándome con un saco rojo, taurino y traído de Sanfermines. Como una primera impresión generosa y humilde, fue bello darse cuenta de que no todas las plazas son como la de Bogotá: antipáticas, clasistas, faranduleras, otra cámara de comercio de gente que va más a ser vista que a ver los toros. Plazas únicas como la de Pamplona están llenas de ebrios, ignorantes, ignorantes ebrios, músicos, orientales que consideran sagradas a las vacas y de ganaderos curtidos pero sin plata.

Sale el toro. Habría que ser ciego para no admitir, al menos con un poco de derrota, la belleza con que cada uno se enfrenta al toro en su disciplina. He decidido admirar más, y no por mucho, al banderillero, incluso por encima del torero. Velocidad, precisión y aquellas en suma con un incomprensible amor por la vida. Tanto, que se la pasa a punto de perderla. Experimentar a perder lo más preciado, con una constancia tal, que se desconoce la conciencia popular de saber lo que se tenía solo cuando se ha perdido. 

Toda belleza humana que se ha expuesto sobre el ruedo se anula cuando matan al animal. Hasta los taurinos algunas veces quitan la mirada. Por más tremendista que haya sido el torero, por más contundente que haya sido el picador, ese instante solo es para tomar un parpadeo prolongado. 

El toro es criado desde antes de nacer y sin saberlo, para el ruedo. Se escogen con minucia su padre y su madre. Del padre, hereda la apariencia. De la madre, la bravura. Igual que los hombres. Con el tiempo, se evaluará periódicamente su peso, lomo, cara, cuernos; se agrupará por lotes de edad y, cuando alcance los 4 o 5 años, será vendido por su ganadería a la feria más amiga. 

Pasa su vida como un pachá, en el campo, comiendo y bebiendo, sin arar un solo terrenito; con un ejército de pastores y veterinarios a su merced, criándolo, cocinándolo, adobándolo vivo, para que vaya cogiendo sabor y sazone su muerte por sí solo, en un ritual escandaloso, bochoronoso y -también- una muerte demasiado digna para una vaca brava. 

En cambio, el torero. El torero ha sabido toda su vida que su destino es el ruedo. Practica para el encuentro con el animal. Conocer las ganaderías le da la ventaja de conocer también el talante de su siguiente contrincante. Perfecciona su coreografía. Baila, salta, canta, se arrodilla. Cinco seis siete ocho. Sabe incluso cómo fomentar aplausos y alegrías. Es un showman. Y ese conocimiento pleno es la más grande desventaja para el toro. 

El animal (el toro) entra a la arena sin saber que su única alternativa es salir arrastrado. Nunca se ha enfrentado a un ser humano, mucho menos a uno armado, también a uno sobre un caballo, otro que se le avecina sin miedo y de frente a apuñalarle el cuello, otros tres o cuatro que se burlan de él y otros millares que pagan tiquetes, solo para verlo morir. Minoría absoluta para un animal de 600 kilos. 

Esa injusticia tan visible despierta en mí algo que incomoda y que no conocía: el deseo de que el toro gane la batalla, o al menos alguno de los enviones. Tanto en Madrid como en Pamplona vi cornadas y, como cuando el equipo débil marca el gol de la dignidad en medio de una goleada, yo me emocionaba. Le hacía fuerza al toro. Qué vergüenza. No está bien disfrutar con el sufrimiento de otra persona, pero tampoco con el de un toro. Me fui de esa plaza y no volví a entrar a ninguna.  



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