martes, 26 de agosto de 2014

#ConfesionesDePracticante

Me temo que comienzo a ser el público objetivo de las empresas de post it y cosedoras. De repente, la hora más emocionante de todas es el almuerzo, donde me entero de que el de comercio peleó con el de seguridad, y están ofendidísimos porque le levantó la voz. Paso las horas calentando un asiento y lo más libre que puedo ser es entre las 12:30 y la 1:30, cuando camino en círculos por entre el barrio que queda frente a mi oficina, para no perder la costumbre de caminar y para no perderme a mí, siempre fácil de encontrar en la voluntad de poner un pie delante del otro.

Ser infeliz nunca fue tan fácil. Siempre creí que para eso había que esforzarse, pero este metro cuadrado, que me grita en la cara que nunca nadie hizo algo tan insignificante, es el aula perfecta para aprender a conformarse. Después de mi inquebrantable rutina de ocho horas, llego a mi casa como si hubiera atravesado quién sabe qué montaña. Y yo quiero rociar unas flores, soportar algunos fríos, pintar algunas paredes, hacer algunas filas, cubrirme de algunos vientos, todo menos calentar este asiento.

Esta es una vida muy cuerda, muy sensata, muy fácil, muy seria. Hace falta una dosis de inexactitud, de impuntualidad; algo que no tenga el color institucional y que desentone con la vestimenta formal. Es urgente una cuota de desenfreno. Afortunadamente siempre fui de las que disimulan mal. Esa fracción mínima pero suficiente de improvistos es el amor; ése que cada vez que se me aparece comienza a brotar. No sé. No lo he aprendido a mesurar. Disculpe usted, si de lunes a martes resulto amando tres veces la mitad. Amar como un loco es mi última demostración de cordura, de ser social. 


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