Es
lo primero que te dicen al principio de una excursión. Sea en un museo, una
biblioteca, un laberinto, una alcoba o un cubículo de un baño. No se separen,
no se separen. Pareciera que todo tiene solución menos separarse. La mayoría se
llenó de miedos y prejuicios ante la
separación. Desde entonces, creo que todos los excursionistas nos contagiamos
de pavor ante la posibilidad de no realizar una acción en colectivo.
Eran
los días en que yo no quería estar con nadie. Todos y todas me parecían
prescindibles, caducos. Mis únicos amigos eran mis audífonos, capaces de
aislarme del reguetón y la música inútil que les gusta a los inútiles. La razón
por la que no había faltado a este viaje era mi mamá. Si ella hubiera podido,
me habría abrochado el cinturón del avión. Las mamás creen que uno puede hacer
amigos a las malas. Para disgusto de mi mamá, el cinturón me lo abroché yo. Con
una cara inimaginable de antipatía me embarqué en un avión que me llevaría a mí
y a los inútiles a Rioacha. Ha sido el viaje más largo que he hecho. La azafata
no fue capaz de ordenarme que apagara mi reproductor de música, dado mi gesto
fácil de interpretar porque prefería estar en cualquier otra parte.
Llegamos
a Rioacha y, nuestra anfitriona, en una finca a las afueras de la ciudad, era
una Wayuu vestida con una camiseta que decía “Aloha”. Si había límites para el
cliché, ya los habíamos desbordado. Los guías de la excursión, que tenían más
cara de cantantes de Tropi Pop que de guías, nos dijeron que fuéramos a dormir;
que lo hiciéramos bien, porque mañana haríamos una caminata de doce horas. Nos recordaron la regla número uno de la excursión: no se separen. A mí esa
regla me sabía a cacho. Era la regla perfecta para ser rota por mí. Mi supuesto
problema social no era una cuestión de capacidad sino de voluntad. Simplemente
no se me daba la gana de interactuar y nadie era capaz de entender eso. Al
contrario, la regla inquebrantable era no separarse y en mi cuarto dormían
nueve personas. Nueve, diez conmigo.
Había
un solo baño en el cuarto. La famosa regla era irrompible incluso en
situaciones de higiene personal. Afortunadamente, cada quien desayunó en su
plato y con sus cubiertos, tomando jugo en un vaso para cada uno. Me llamó la
atención el pánico que le tiene la gente a la individualidad; ese miedo a
caminar, comer, decidir, llorar y orinar solos. El desayuno terminó y empezó la
preparación para la caminata, que iba a durar medio día. Antes de que alguien
pudiera levantarse de la mesa, el guía de los guías cantantes de Tropi Pop nos
recordó la regla número uno del paseo. Inclusive sería redundante si yo la
escribiera aquí pero, de todas formas, él la repitió una vez más en frente de
todos.
Lo
que pasó después de casi ocho horas de caminata no fue producto de mi rebeldía.
Yo todavía no era rebelde en esos días. De todas formas, me separé. Lo hice y
no me arrepiento. Aunque fue sin culpa ni premeditación, quebré la regla
inquebrantable y me quedé sola. Sola. Calculo que eran las siete de la noche y yo estaba sin nadie. Si alguien había podido faltar al
reglamento era yo y, aunque era lo que había estado buscando, sentí miedo. No
escuchaba voces, ni pasos, ni gritos. Solo el parque natural y yo. Consideré más
probable que un depredador me encontrara a que un guía tropipopero se acordara
de mí. ¿Cómo se iban a acordar si yo a duras penas los había saludado por la
mañana?
Empecé a gritar, como gritan los desesperados en el cine. Nadie, absolutamente nadie me escuchó ni me quiso escuchar. Me senté a esperar. Esperar a convertirme en parte de la selva, vestirme con pieles de animal y comer lo que se me apareciera. Imaginé mi cara en cajas de leche y a mi mamá sintiéndose culpable por haberme embutido en este viaje. Vislumbré la quiebra de los guías. Les tocaría ahora dedicarse a cantar Tropi Pop. Serían desprestigiados y mi caso sería usado como ejemplo a la hora de exponer las razones por las que hay que seguir la regla número uno de las excursiones.
Empecé a gritar, como gritan los desesperados en el cine. Nadie, absolutamente nadie me escuchó ni me quiso escuchar. Me senté a esperar. Esperar a convertirme en parte de la selva, vestirme con pieles de animal y comer lo que se me apareciera. Imaginé mi cara en cajas de leche y a mi mamá sintiéndose culpable por haberme embutido en este viaje. Vislumbré la quiebra de los guías. Les tocaría ahora dedicarse a cantar Tropi Pop. Serían desprestigiados y mi caso sería usado como ejemplo a la hora de exponer las razones por las que hay que seguir la regla número uno de las excursiones.
Las
ramas de los árboles hacían las veces de cielorraso y el cielo no se podía ver.
Llegó un momento en que me daba igual abrir no o los ojos. Iluminar
semejante noche parecía imposible. Imposible hasta que una linterna
de minero chileno alumbró la nariz de uno de los guías tropipoperos. Me preguntó qué hacía ahí, por
qué me había separado, si recordaba la regla principal. A todo respondí con un
sí poco contundente. La noche dejó de ser oscura por culpa de las pilas de las
linternas. Enmendé mi falta a la regla y volví a ser parte de la fila,
lamentablemente. Fue más divertido imaginarme viviendo con gorilas.
A la
casa de la Wayuu con la camiseta de Aloha volví siendo tan popular como nunca
lo desee. Todos me preguntaban cómo había sobrevivido, a qué me había
enfrentado y cómo lo había vencido. Evidentemente, armé una epopeya a raíz de
mi experiencia. Serpientes, alacranes y osos, todos venenosos, fueron víctimas
de mi hazaña, tras haber roto la primera regla de mi vida.
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