jueves, 22 de noviembre de 2012

¡No se separen!


Es lo primero que te dicen al principio de una excursión. Sea en un museo, una biblioteca, un laberinto, una alcoba o un cubículo de un baño. No se separen, no se separen. Pareciera que todo tiene solución menos separarse. La mayoría se llenó  de miedos y prejuicios ante la separación. Desde entonces, creo que todos los excursionistas nos contagiamos de pavor ante la posibilidad de no realizar una acción en colectivo.

Eran los días en que yo no quería estar con nadie. Todos y todas me parecían prescindibles, caducos. Mis únicos amigos eran mis audífonos, capaces de aislarme del reguetón y la música inútil que les gusta a los inútiles. La razón por la que no había faltado a este viaje era mi mamá. Si ella hubiera podido, me habría abrochado el cinturón del avión. Las mamás creen que uno puede hacer amigos a las malas. Para disgusto de mi mamá, el cinturón me lo abroché yo. Con una cara inimaginable de antipatía me embarqué en un avión que me llevaría a mí y a los inútiles a Rioacha. Ha sido el viaje más largo que he hecho. La azafata no fue capaz de ordenarme que apagara mi reproductor de música, dado mi gesto fácil de interpretar porque prefería estar en cualquier otra parte.

Llegamos a Rioacha y, nuestra anfitriona, en una finca a las afueras de la ciudad, era una Wayuu vestida con una camiseta que decía “Aloha”. Si había límites para el cliché, ya los habíamos desbordado. Los guías de la excursión, que tenían más cara de cantantes de Tropi Pop que de guías, nos dijeron que fuéramos a dormir; que lo hiciéramos bien, porque mañana haríamos una caminata de doce horas. Nos recordaron la regla número uno de la excursión: no se separen. A mí esa regla me sabía a cacho. Era la regla perfecta para ser rota por mí. Mi supuesto problema social no era una cuestión de capacidad sino de voluntad. Simplemente no se me daba la gana de interactuar y nadie era capaz de entender eso. Al contrario, la regla inquebrantable era no separarse y en mi cuarto dormían nueve personas. Nueve, diez conmigo.

Había un solo baño en el cuarto. La famosa regla era irrompible incluso en situaciones de higiene personal. Afortunadamente, cada quien desayunó en su plato y con sus cubiertos, tomando jugo en un vaso para cada uno. Me llamó la atención el pánico que le tiene la gente a la individualidad; ese miedo a caminar, comer, decidir, llorar y orinar solos. El desayuno terminó y empezó la preparación para la caminata, que iba a durar medio día. Antes de que alguien pudiera levantarse de la mesa, el guía de los guías cantantes de Tropi Pop nos recordó la regla número uno del paseo. Inclusive sería redundante si yo la escribiera aquí pero, de todas formas, él la repitió una vez más en frente de todos.

Lo que pasó después de casi ocho horas de caminata no fue producto de mi rebeldía. Yo todavía no era rebelde en esos días. De todas formas, me separé. Lo hice y no me arrepiento. Aunque fue sin culpa ni premeditación, quebré la regla inquebrantable y me quedé sola. Sola. Calculo que eran las siete de la noche y yo estaba sin nadie. Si alguien había podido faltar al reglamento era yo y, aunque era lo que había estado buscando, sentí miedo. No escuchaba voces, ni pasos, ni gritos. Solo el parque natural y yo. Consideré más probable que un depredador me encontrara a que un guía tropipopero se acordara de mí. ¿Cómo se iban a acordar si yo a duras penas los había saludado por la mañana?

Empecé a gritar, como gritan los desesperados en el cine. Nadie, absolutamente nadie me escuchó ni me quiso escuchar. Me senté a esperar. Esperar a convertirme en parte de la selva, vestirme con pieles de animal y comer lo que se me apareciera. Imaginé mi cara en cajas de leche y a mi mamá sintiéndose culpable por haberme embutido en este viaje. Vislumbré la quiebra de los guías. Les tocaría ahora dedicarse a cantar Tropi Pop. Serían desprestigiados y mi caso sería usado como ejemplo a la hora de exponer las razones por las que hay que seguir la regla número uno de las excursiones.

Las ramas de los árboles hacían las veces de cielorraso y el cielo no se podía ver. Llegó un momento en que me daba igual abrir no o los ojos. Iluminar semejante noche parecía imposible. Imposible hasta que una linterna de minero chileno alumbró la nariz de uno de los guías tropipoperos. Me preguntó qué hacía ahí, por qué me había separado, si recordaba la regla principal. A todo respondí con un sí poco contundente. La noche dejó de ser oscura por culpa de las pilas de las linternas. Enmendé mi falta a la regla y volví a ser parte de la fila, lamentablemente. Fue más divertido imaginarme viviendo con gorilas.

A la casa de la Wayuu con la camiseta de Aloha volví siendo tan popular como nunca lo desee. Todos me preguntaban cómo había sobrevivido, a qué me había enfrentado y cómo lo había vencido. Evidentemente, armé una epopeya a raíz de mi experiencia. Serpientes, alacranes y osos, todos venenosos, fueron víctimas de mi hazaña, tras haber roto la primera regla de mi vida. 

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