viernes, 9 de marzo de 2018

Cómo aspirar a ser infeliz y fracasar


Dicen que solamente se es consciente de la felicidad cuando se acaba; que uno va por ahí siendo feliz sin darse cuenta, hasta que lo sorprende la desgracia. La tristeza funciona  diferente. Tiene sus convenios y sedes oficiales, en donde la gente se reúne -con o sin planearlo- a ser miserable. Conozco y frecuento un lugar de esos, en el que todos, sin excepción, se deprimen al tiempo. La nostalgia se cuela por entre las grietas, con mayor facilidad que el aire fresco. Es el sitio en el que todos son infelices desde que llegan, o desde concebir la idea de que se va para allá: el Transmilenio.

Tiene una característica fundamental, compartida con el camino hacia la infelicidad, y es que todo siempre pasa como ayer. La monotonía es un camino sin atajos hacia odiarlo todo por igual. Como esa y cada tarde, todos caminaron con la misma parsimonia hacia las mismas estaciones, porque todos siempre necesitaban los mismos buses, a las mismas horas. Llegaron a los mismos muelles, esperaron los mismos minutos y dijeron mentalmente los mismos insultos. Creyeron haberse salvado del mismo diluvio, hasta que llegó el mismo hijueputa bus que el jueves. Era viernes.


Los Transmilenio son los únicos buses del mundo que exhalan cada vez que se detienen. Como recobrando alientos, resignados, oxidados, mamados de trabajar, trabajar y trabajar en la industria de la infelicidad. El B14 exhaló y ese aire tibio fue nuestra señal. Quienes lo esperábamos entendimos, y de inmediato nos comportamos como ganado para poder entrar. Adentro, todo pasó igual.

Una mujer se quitó los tacones, mientras del bolso sacaba unos tenis blancos, con tres rayas negras a cada lado, marca Adidas. Un señor de corbata, que llevaba colgado en el cinturón el carnet que lo identificaba en su oficina, hablaba con su amor y le decía que ya iba en la calle 146. Íbamos en la 100. Una estudiante de algún arte dormía contra la ventana, ya empañada por su aliento. En las piernas llevaba un tubo de plástico negro, con tapa, de un metro de altura, de los que les sirve a los arquitectos y diseñadores para cargar planos y se subió a cantar un venezolano.

Estaba acompañado, pero solo yo me di cuenta. Su acompañante se sentó en una de las sillas que estaban libres y él se recostó en la puerta. Estaba callado, pero tenía un parlante debajo del brazo. Exhaló como los buses. En el parlante empezó a sonar la pista mal editada de una canción de Víctor Manuelle y el veneco prendió el micrófono. Dijo que se dedicaba a cantar, pero que nunca lo había hecho enamorado, miró a la mujer que estaba con él, ella le quitó la mirada y él siguió cantando.

“Haré que el mundo se te olvide, que entorno a nosotros gire” cantaba el veneco. Yo seguía la letra con los labios, porque padezco de saberme todas las canciones. El cantante se dio cuenta, me puso el micrófono al frente y yo respondí cantando. Sin esperarlo, había cumplido mi sueño en un bus miserable y él sumó puntos con su amada. Los demás pasajeros siguieron en sus viajes introspectivos y nostálgicos, excepto nosotros tres. Algo es algo.

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