Dicen que solamente se es consciente de la felicidad cuando se acaba; que
uno va por ahí siendo feliz sin darse cuenta, hasta que lo sorprende la
desgracia. La tristeza funciona
diferente. Tiene sus convenios y sedes oficiales, en donde la gente se
reúne -con o sin planearlo- a ser miserable. Conozco y frecuento un lugar de
esos, en el que todos, sin excepción, se deprimen al tiempo. La nostalgia se
cuela por entre las grietas, con mayor facilidad que el aire fresco. Es el
sitio en el que todos son infelices desde que llegan, o desde concebir la idea
de que se va para allá: el Transmilenio.
Tiene una característica fundamental, compartida con el camino hacia la
infelicidad, y es que todo siempre pasa como ayer. La monotonía es un camino
sin atajos hacia odiarlo todo por igual. Como esa y cada tarde, todos caminaron
con la misma parsimonia hacia las mismas estaciones, porque todos siempre
necesitaban los mismos buses, a las mismas horas. Llegaron a los mismos muelles,
esperaron los mismos minutos y dijeron mentalmente los mismos insultos. Creyeron
haberse salvado del mismo diluvio, hasta que llegó el mismo hijueputa bus que
el jueves. Era viernes.
Los Transmilenio son los únicos buses del mundo que exhalan cada vez que se
detienen. Como recobrando alientos, resignados, oxidados, mamados de trabajar,
trabajar y trabajar en la industria de la infelicidad. El B14 exhaló y ese aire
tibio fue nuestra señal. Quienes lo esperábamos entendimos, y de inmediato nos
comportamos como ganado para poder entrar. Adentro, todo pasó igual.
Una mujer se quitó los tacones, mientras del bolso sacaba unos tenis
blancos, con tres rayas negras a cada lado, marca Adidas. Un señor de corbata,
que llevaba colgado en el cinturón el carnet que lo identificaba en su oficina,
hablaba con su amor y le decía que ya iba en la calle 146. Íbamos en la 100.
Una estudiante de algún arte dormía contra la ventana, ya empañada por su
aliento. En las piernas llevaba un tubo de plástico negro, con tapa, de un
metro de altura, de los que les sirve a los arquitectos y diseñadores para
cargar planos y se subió a cantar un venezolano.
Estaba acompañado, pero solo yo me di cuenta. Su acompañante se sentó en
una de las sillas que estaban libres y él se recostó en la puerta. Estaba
callado, pero tenía un parlante debajo del brazo. Exhaló como los buses. En el
parlante empezó a sonar la pista mal editada de una canción de Víctor Manuelle
y el veneco prendió el micrófono. Dijo que se dedicaba a cantar, pero que nunca
lo había hecho enamorado, miró a la mujer que estaba con él, ella le quitó la
mirada y él siguió cantando.
“Haré que el mundo se te olvide, que entorno a nosotros gire” cantaba el
veneco. Yo seguía la letra con los labios, porque padezco de saberme todas las
canciones. El cantante se dio cuenta, me puso el micrófono al frente y yo
respondí cantando. Sin esperarlo, había cumplido mi sueño en un bus miserable y
él sumó puntos con su amada. Los demás pasajeros siguieron en sus viajes
introspectivos y nostálgicos, excepto nosotros tres. Algo es algo.
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