viernes, 11 de enero de 2013

De mal de madre


Tuve una gran profesora de español. Era grande en todos sus sentidos y en una clase se le escapó una de sus conclusiones, de esas que resultan únicamente después de la experiencia íntima e individual. Nos dijo que las mujeres, por el simple hecho de tener la capacidad de dar vida, tenemos un concepto del mundo completamente distinto al de los hombres. Recuerdo el instante con la misma puntualidad que no tengo para hilar los pensamientos que le siguen. Pienso en Cleopatra, Juana de Arco, Frida Kahlo, Policarpa Salavarrieta, en mi madre pero, sobre todo, en mi abuela. Hoy fui a su casa y ella no estaba. 

Entre ir y venir dentro de los cuartos, me tropecé con dos libros que estaban bien acomodados en la biblioteca: una undécima edición de 'Rayuela' de 1969 y una segunda reimpresión de 'Caín' del 2010. Abrí con cuidado el de Cortázar, para no descoser las hojas ni la carátula que ya estaban agonizando, y calmé las incontenibles ganas de olerlo. El de Saramago lo abrí con más curiosidad que cuidado y leí unas páginas, hasta que alcé la cabeza y vi las cámaras otra vez. Admití mentalmente la genialidad de José y dejé los libros a un lado.

Sin título


Los nietos esculcamos. Personalmente, me inclino por una vieja colección de cámaras que pertenecía a mi abuelo. Las cámaras están acomodadas vanidosamente sobre un estante. Hay unas más jóvenes que otras pero todas sirven para ser admiradas nada más. Ninguna se había escapado de mis inquietos dedos, de mi nariz, incluso de mi lengua, excepto una que no estaba en el estante exactamente. Estaba arrinconada contra un arrume de revistas National Geographic; era la única con estuche de cuero hecho a la medida, que servía de morral porque tenía una correa adicional. Sin pensarlo dos veces, la tomé.

Encontré la manera correcta de abrir el estuche café. Sonó el botón desabrochándose: tac. Un sonido seco. Me empezaron a sudar las manos. Se desplegó una parte del estuche. Por dentro, era de terciopelo rojo oscuro. Se dejaron ver los lentes gemelos de una Yashica - Mat. Con timidez, me colgué la correa al cuello. Empecé a darle vueltas a la cámara, buscando una puerta, una ventana, lo que fuera que pudiese ser abierto. Accidentalmente abrí el visor de la cámara. Oí el sonido de dos piezas metálicas rozándose, parecido al de dos espadachines que pelean en silencio. Pude ver lo que estaba delante de mí precisamente dentro de la cámara. Fue la primera vez que sentí amor por la fisica.

Yashica-Mat

Seguí en mi búsqueda de botones, palancas, broches y tuercas. Mi corazón aceleraba el ritmo cada vez que yo oía clic, toc o pac. Las piezas que alguna vez debieron girar ya no giraban. El lugar donde alguna vez se impuso un elegante cuero negro estaba desnudo. Empujé una lámina de metal y -de la nada- apareció una lupa elevada sobre el visor. Puse el ojo en ella. Repetí mi ronda por cada uno de los botones que funcionaban, sin despegar el ojo de la lupa. Contuve el parpadeo. Encontré el foco y casi me pongo a llorar, y no exactamente por haber dejado de parpadear. 

Cuando ya había más confianza entre la cámara y yo, supe que era momento de desnudarla. Le quité el estuche de cuero café. Encontré otra rueda. Ésta sí giraba y la giré. Rrr rrr rr sonaba mientras la giraba. Rrrr rrr rr.  Cuando dejó de sonar se abrió mi sésamo. Vi la cavidad para el rollo. Adentro estaba escrito "Use 120 film only". Lo leí. Me sentí como si me hubieran confiado el secreto mejor guardado de la humanidad. Adentro estaba el esqueleto del último rollo que usaron en la cámara. Lo saqué y lo volví a meter unas cuantas, muchas veces. Después le di vueltas y vueltas, como si estuviera enrollando la cinta. Vueltas y vueltas. Cerré otra vez el espacio con la rueda que giraba. Abrí el visor. Saqué la lupa y me quedé enfocando y desenfocando por ella varios minutos. Vestí la cámara nuevamente y cerré el botón del estuche de cuero café. 

Me he encariñado con la cámara. No tanto como para ponerle un nombre, como a mis hijos. A las cámaras no se les ponen nombres porque las hace visibles y la idea es que no lo sean. El romance acabará cuando pueda tomar una foto con ella. Cuando deje de ser fin y se convierta en medio. Cuando ya sus clics, pocs, tacs y rrrs ya no me seduzcan por volverse cotidianos. Cuando deje de sorprenderme para volverse parte de mí y de mi maternal concepto del mundo. 

"Desnuditos, en pelota viva, ya estaban ellos cuando se iban a la cama, y si el señor nunca había reparado en tan evidente falta de pudor, la culpa era de su ceguera de progenitor, la misma, por lo visto incurable, que nos impide ver que nuestros hijos, al fin y al cabo, son tan buenos o tan malos como los demás". - Saramago (Caín)





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