miércoles, 12 de marzo de 2014

Quemar las naves


Agosto. 1519. Con un ejército de ochocientos hombres, Hernán Cortés alcanza la costa de Yucatán, proveniente de la colonia española de Cuba. Habiendo notado la tensión del emperador azteca, Moctezuma, Cortés supo que la batalla por la conquista, de lo que más tarde se llamaría Nueva España, sería más intimidante de lo esperado. Porque toda batalla intimida, pero esta lo hacía mucho más.  A eso había que sumarle los intensos deseos de la tripulación de regresar a Cuba, dada la simpatía que despertaba en ella el entonces teniente Virrey, Diego Velázquez.

Sabiendo que se le teme menos a la derrota cuando no hay nada que perder, y a la muerte cuando no hay nada a lo que volver, Hernán Cortés ordena quemar las naves. El resto es historia patria de México.

Hay gente que nunca quema sus naves y no la juzgo. No sé si se trate de impulsividad, optimismo o resignación, pero yo siempre quemo las mías. A veces conquisto México. A veces no, y me quedo sentada a la orilla del Atlántico, esperando que alguien me lleve gratis. Pero cuando sí, no extraño Cuba ni a su teniente Virrey, Velázquez.


Siempre quemo mis naves hasta las cenizas. Me bajo y peleo con cada azteca que se me atraviese. Si me mata bien y, si no, también. Es una determinación casi enfermiza. Muy europea para mi gusto, como Cortés. La deserción no se concibe, no se entiende, no se imagina. O conquisto México y descubro el cacao, o me jodo. Una de dos. Siempre. Por más costas, imperios, caras, playas o nombres a los que me enfrente, no tengo más opción, nunca.  



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