miércoles, 31 de octubre de 2018

Casi pierdo en una riña callejera durante el evangelio

Llevo un mes creyendo que me duele el oído. Consideramos todas las causas posibles. Demasiadas piscinas, que ya nunca aprendí a bañarme o que no estaba escuchando suficiente reggaetón por las mañanas. Después de dos inyecciones y de rebotar en todos los portales de automedicación, no resultó ser nada. Solo me prohibieron el chicle, las Frunas y el barrilete. Qué fortuna haber llegado a los 26 solo con esa dieta que voy a romper en cuanto me dé la gana. 

Fueron semanas difíciles. No lo niego. Quizás me excedí en el consumo de Frunas de limón porque son mis catalizadoras de ansiedad y últimamente he cargado con mucha. Porque en esta ciudad uno no puede andar quejándose de dolor de oído sin que alguien le diagnostique sordera incurable. Y si bien me gustaría tener una vida libre de escuchar a la gente sorber sus mocos y masticar sus manzanas al lado mío, no sé qué sería de mí sin poder escuchar a J Balvin.  

Rocketman.


Al temor de quedarme sorda, se sumó la angustia millennial de estar ganando muy poco y haber amado más de la cuenta; de descuidar a los amigos que están lejos y sobre todo, a los que están cerca; que de Shakira no tengo boleta, que los sueños no se hacen realidad solos, que no tengo tiempo de escribir, y que así no hay forma de ser feliz siendo poeta. Que desde este laptop nunca me voy a ganar un Grammy Latino y J Balvin jamás se enterará de mis letras, y que además tengo que salir del closet con mi abuela y el domingo me dijeron que no soy mujer en una iglesia. 

Preferiría entrar en los detalles de por qué amo tanto las Frunas de limón, que relatar lo que pasó esa tarde a la entrada del templo del Señor. Por un instante preferí que las predicciones de la llegada inminente de mi sordera fueran ciertas y no haber escuchado lo que me llevó a casi iniciar y perder en una riña callejera. Esa pelea y derrota segura habrían terminado por reventarme los tímpanos a punta de golpes con camándulas y yo, ya sorda, habría conocido en una habitación de hospital a Juan Diego Alvira y a Elton John. 

Aunque tuve intenciones de pelear, mi contrincante se perdió entre la multitud del coro católico, toda uniformada de blanco, con sus respectivas sonrisas de superioridad y rosarios colgados en el cuello, visibles por fuera de la camisa, siempre. No sé si el que corrió con suerte fue él o yo, porque de verdad quería conocer a Elton John. Fue culpa del corista homofóbico despertar mi pandillero interior y querer demostrar todo lo que no sé de artes marciales. Es mi culpa no saber karate, pero hay un millón de cosas que no lo son: la  ignorancia de las personas, la obsesión por las Frunas de limón, el dolor de oído cuando no duelen los oídos, que te salgan repetidas las monas y el amor cuando ya solo es amor genuino. 

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