Tres meses en una embajada y toda la vida -pasada y por
venir- con intenciones indisimuladas de hacer sentir. Siempre busqué, medí,
calculé y sumé mis sílabas para hacer llorar, reír, rabiar o dormir alguien.
Nunca para que no sintiera nada. Pero
cumplo con una jornada de cuarenta horas a la semana, en la que me porto bien
si no provoco nada. La diplomacia quiere difuminar las fronteras, pero todo
diálogo es distante. Se ponen traje y corbata para hablar de quienes andan sin
camisa y en chanclas. Palabras correctas siempre en el aire. En el anonimato.
No hay rostro. No hay piel. No hay barro. Y yo, que todo lo digo en la cara, me
meto la camisa en el pantalón, me apunto el botón y hago como si no importara
nada. La diplomacia es como la sopa de ahuyama: la tenía que probar para poder
decir que no me gustaba. Vivir en constante riesgo de quedar en ridículo es
definitivamente lo mío. Como la primera vez que te dije que te amaba y no dijiste
nada.
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