lunes, 30 de noviembre de 2015

Crónica de un grito de gol ahogado

Nelson compró nevera, lavadora, televisión y casi le alcanza para la secadora, con lo que se ganó por ser el taxista del italiano Alejandro, un ejecutivo de alguna multinacional con sede en Ibagué. Todo porque una noche de las primeras diez que iba a pasar en el Tolima, el europeo -aprovechando la confianza que habían tejido por la mañana y durante el día- le dijo a Nelson que quería perica.
Nelson llamó a un amigo, que le vendió un gramito a diez mil. El amigo le dijo que si la iba a vender a un europeo, que cobrara cincuenta mil, pero otro amigo le dijo que cien mil, y otro distinto dijo doscientos mil.
Nelson recogió a su fiel pasajero y le entregó el gramito. El europeo preguntó el precio y Nelson dijo que doscientos mil. Alejandro se sorprendió de lo barato y pidió uno cada noche. Entonces Nelson compró nevera, lavadora, televisión y casi le alcanza para la secadora.


El taxi del dealer ocasional me dejó en el Estadio Manuel Murillo Toro, donde se disputaba un partido de fútbol, entre la selecciones sordomudas masculinas de Guajira y Bolívar. Estas categorías se consideran de nivel inferior, cuando los atletas que las practican tienen destrezas superiores. Pídanle a Neymar que juegue fútbol callado y sin escuchar nada, ni siquiera los pitazos del árbitro; que corra, haga chilenas, tijeras, simulaciones de fracturas de vértebras, sin contar con la ubicación y equilibrio que le debe a sus oídos. ¿Podría hacer todo lo que hace? O pídanle al menos jugar al fútbol, a ver si le queda más fácil.


Los entrenadores se paran en la raya, como todos los demás. Maldicen y patalean, como todos los demás. Miran al banco, con resignación o con esperanza, como todos los demás. La diferencia es que, cuando griten un nombre, apodo o número, nadie se va a voltear, así se desgarren las entrañas. Los jugadores no piden el balón, no intercambian arengas o insultos. Cosas como “Si me estima”, “A los dijes”, “Salimos”, “Volvemos”, “Gol hijueputa” no existen. Los invito a jugar fútbol sin hablar, sin maldecir, sin gritar, a ver a qué terminan jugando.


Todos saben que los sordomudos hablan con señas. Todos saben aplaudir a un sordomudo, pero lo que nadie sabe y que yo descubrí hoy es que un costeño habla costeño así no hable. En todo hay sonidos. Hay sonidos, todo menos indescifrables. En la cancha, hay sonidos cuando algo duele y duele mucho. Un calambre, lesión o patada, hacen hablar a un sordomudo. Y, pues claro, cuando hay gol. Un gol hace hablar al que sea.

Este es uno de los que hablan costeño sin hablar.

De pronto, un señor con una camiseta que dice ‘Director’ dice: “Los recoge pelotas se fueron. Solo se fueron”. Al otro lado, tres niños recién salidos del colegio dicen: “Si no tuviera el uniforme, me metía a la cancha y daba vueltas, como hace la gente. Ahí sí me hago la de plata”. Entonces, el señor con la camiseta de ‘Director’ los encuentra con la mirada y les grita: “¿Quieren ser recoge pelotas?” y los niños dicen: “¡Bueno, hágale”. Los hace bajar, les guarda las maletas, para evitar que se lleven uno de los balones, les da un curso rápido (30 segundos) de cómo ser recoge pelotas y les asigna un puesto a cada uno.

Los recoge bolas después de su curso extra rápido.


El partido va en el minuto 93. Guajira va adelante por un gol y Bolívar marca. La banca celebra. Sacan una bandera. La entrenadora sube los brazos y sacude las manos arriba. Nadie ha gritado gol. Nadie. Pero todos saben cómo se siente. Si la felicidad existe, es un gol. Democrático, igual para todos, perfecto. El goleador se acerca al banco. Abraza a unos y recoge una bolsa de agua. Uno de los recoge pelotas recién graduado celebra el gol y lo echan por ser un mal recoge pelotas. El árbitro pita el final y los equipos se van. Yo salgo detrás de ellos y ahí está: el taxista -dealer ocasional-.  

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