miércoles, 9 de julio de 2014

La plenitud de las profundidades

William se había enamorado de mí. No me creí capaz de enamorar a un hombre negro, que pesaba como 90 kilogramos y seguro bailaba champeta mucho mejor que yo. Pero, lo supe por cómo me miraba, por cómo me tomaba de la mano bajo el agua y porque me dijo que lo dejara todo y me fuera a la isla a vivir de lo que fuera y con él. No lo culpo. Mi cara de plenitud no la quise disimular; yo estaba -por fin- exactamente donde quería estar, y la presencia del pobre William era pura y simple casualidad.

Yo quiero al mar como se quiere a la mamá. No hay explicación. No hay fecha de vencimiento ni de radicación. Lo amo y ya. Las canciones que le cantan son las que más me gusta cantar. Se me dificulta redactar analogías y metáforas dejándolo por fuera. 'Buscando a Nemo' es mi película favorita. No sé si me haga entender lo suficientemente bien, pero voy por la vida queriéndolo ver otra vez.

Respeto inmensamente a los busos. No me gusta farandulear ni hacer las cosas como amateur. Hay que tenerle respeto al mar, tanto para nadar como para amar. Siempre quise graduarme como buso antes de bucear. Es todo lo ñoña que puedo llegar a ser. Sin embargo, William quería levantar y no hubo nadie capaz de convencerlo de que -esta vez- yo iba a pasar. Cuando menos me di cuenta, ya tenía el equipo puesto; las pesas en la cintura, para hundirme con facilitad, la careta, la máscara, las aletas, el chaleco, el tanque. Todo encima. Tantas veces lo había soñado y estaba llegando de repente. Me daba miedo no detenerme el tiempo suficiente para recordarlo siempre.

Nemo tocó el pote.


Al principio, uno no se lo cree. Se me olvidaba respirar porque no estoy acostumbrada a tener la capacidad. Hay lujos que uno no merece. Estar a veinte metros bajo el agua y exhalar e inhalar como si nada no me parece algo muy frecuente. Pronto ese asombro se vuelve común y corriente y, sin tener que ser muy valiente, uno no quiere volver a subir, y no importa ya lo que diga a gente.

Me cambió la vida y se lo dije a todos, inclusive a los brasileros, a quienes no quise hablarles hasta que vi que les habían metido siete goles. William se sintió responsable. Obvio. Era mi guía, pero él sintió que se había convertido en algo más. No. Aunque bajo el mar aprovechó cada pez para mostrármelo, cada coral para guiar mis piernas y cada alga para apretarme más la mano, nunca fue más que mi guía; testigo y cómplice del quiebre y de la importancia de ese día, pero nada más. Pobre man. Los seres humanos deberíamos ser sordos no solo a la comunicación de las ballenas, sino al amor no correspondido, pero no. Paila.

Día 2

Al otro día, todavía tenía encima mi sonrisa de haber buceado por primera vez. En el desayuno, cuando los alemanes entraron al comedor, fui yo quien empezó los aplausos de gratitud. Emprendimos un viaje de una hora hasta el volcán del Totumo, con ellos y también con brasileros, argentinos, holandeses, mexicanos y colombianos. Fue tan tenso que ni siquiera la champeta urbana lo pudo amenizar.
Pero, cuando entramos al volcán y todos quedamos cubiertos de lodo, nadie reconoció ni siquiera a su mamá. Se nos olvidó -por un momento- lo que había pasado en el Maracaná. Por un instante no importó si fue penal. Todo, todo se olvidó y a nadie le importó nada más. Excepto a mí, que la vida me cambió -también- cuando vi a James llorar.

En el lodo, te reciben los masajistas más inexpertos del planeta. Sin preguntar, te halan de las piernas, te estimulan, desacomodan, esguinzan, tironean y reestructuran toda tu musculatura, pero todo se ve como si hubiésemos pagado una millonada por recibir un masaje dentro de un volcán. Cuando uno se siente capaz de volver a caminar, sale y va a un lago. Allí, al mejor estilo de Juan Bautista en el río Jordán, unas mujeres, unas señoras te reciben y te bañan. Literal.

 La Tierra del Olvido es una ciénaga. 


Te toman de la mano, para que no te vayas a ahogar; te sientan en la arena, en un lugar de poca profundidad; te echan baldados de agua con todo el cariño de una mamá; te dicen que te desnudes y tú, sacando tu bebé interior, obedeces sin vacilar. Ellas se aseguran de que nadie te mire, igual que tu mamá, y las empiezas a querer así no más.

---

Tengo claro que, así como no me corresponden mi amor, no puedo corresponder a William. De todos modos, su propuesta de dejarlo todo por el mar no me parece tan descabellada. La ventaja es que la mer corresponde cualquier amor, incluso el mío. Pero, William es un buen tipo. Agradezco que me haya enseñado a sumergirme sin el equipo, a destaparme los oídos cuando la presión es insoportable, a desocupar la careta cuando le entra el agua sin tener que salir a la superficie y que les dijera a mis papás que nunca iba a poder bucear sola; que estoy tan enamorada del mar que puedo tranquilamente avanzar y avanzar hasta experimentar la legendaria plenitud de las profundidades.
Es el síndrome en el que el hidrógeno invade el cerebro y lo lleva a uno a experimentar tal tranquilidad, que olvida que el oxígeno se acaba y se muere. Aunque no tengo planes de morirme, puedo decir que, para sentir plenitud en las profundidades, tanto en el mar como en el amor, yo no tengo que hundirme mucho.





No hay comentarios:

Publicar un comentario