miércoles, 30 de julio de 2014

Dialéctica de bus: espero no haber incomodado a nadie y feliz viaje

Soy un peatón empedernido. Caminar por Bogotá, en compañía de mi ruidosa y aplicada memoria, es recorrer a la vez toda la serie de eventos desafortunados que -hilados- componen lo que llevo de mi vida. Entonces atravieso parques, hago un zig zag por Chapinero, salto de esquina a esquina por la séptima, y caminar de la 94 a la 12 es ir del 2010 al 2014. A veces cojo bus. Va contra mis principios de vividora ambulante, pero de vez en cuando me subo a uno.

Lo que más me gusta de los buses es la gente que se sube "sin intenciones de incomodar ni robar, porque antes robaba, pero, con ayuda del Señor Jesucristo, se encaminó por la ruta del bien y ahora vende lápices, velas, libros, dulces o canciones". Frida Kahlo despreciaba sus pies porque tenía alas, además de sufrir innumerables accidentes en sus piernas, pero eso muy pocos hipsters lo saben. Aunque no soy el ser más motriz de la vida y me he caído más veces de las que puedo contar, jamás despreciaría mis pies, así tuviera alas. Por eso, la única ventaja que tiene coger un bus y no caminar es la probabilidad de que se suba alguien a cantar.

Hace tiempo tomé la decisión de no comprarles nada, a esos adorables oradores que repiten diariamente el mismo discurso. Solamente los saludo, me quito los audífonos y los escucho con una atención que -de seguro- ha de parecerles inusual. Si me convencen, les doy lo que me salga del bolsillo. Tal vez esté tan enamorada de las palabras que admiro cualquier oficio que les haga honor. Por eso, no importa si venden clips o taja lápices; si los ofrecen con cuidado, sabiendo que más de la mitad del éxito de su trabajo yace en su habilidad con la lengua, se ganan mi mesada.

Una vez se subió un maestro de la dialéctica y dijo: "Hoy les vengo a ofrecer un alimento rico en cafeína, teobromina y triptofán, además de contener un ingrediente clave: la feniletilamina, el químico del amor. Si ha tenido un día duro, o sabe que se encuentra en medio de uno, este bocadillo rico en triglicéridos le dará la energía suficiente para lidiar con él. Además, está relleno de algo muy de moda por estos días en el Congreso: mermelada. Por ser hoy y por ser usted, le dejo uno en trescientos y dos en quinientos. Recuerde no botar la envoltura dentro del vehículo y disfrute su delicioso Choco Break".



Disfruto inmensamente cada ocasión en que el conductor le abre la puerta de atrás a algún vendedor de algo. Y disfruto mucho más cuando me la abre a mí, una vez al año, para intercambiar papeles y que sea yo la que convenza a la honorable audiencia de pasajeros de que done una monedita, cualquier cosita, para TECHO.  Llevo cuatro años practicando mi discurso. Ya le he cogido más el tiro. He aprendido que a la gente le gusta saber mi nombre, mi edad, mi ocupación, casi toda mi intimidad. Entre uno más se desnude ante el espectador, es más posible que quiera donar. Nunca me he quitado la ropa y no pienso hacerlo jamás. Solo digo que no hay nada más contundente que la verdad.

Una sonrisota desde que le pido al señor chofer que me abra la puerta de atrás. Si no sonrío, paila. A veces, el man no es una rata y me la abre. Corro, me subo de un brinco, me hago en la parte de adelante sin bajar la sonrisa y saludo con entusiasmo: "¡Buenos días! Mi  nombre es Manuela, tengo veintiún años y, afortunadamente, no estoy haciendo esto porque me toca sino porque me gusta". De ahí en adelante, el guión puede variar, pero la sonrisa no. También he aprendido que no hay nada más seductor que la felicidad.

Como todo en la vida, me he bajado de buses en los que me han dado hasta 20 mil pesos; así como han habido otros en los que solo me han dado doscientos pesos. Es desmotivante. No lo voy a negar. También hubo una persona que me dijo "Manuela, no tengo un peso, pero puedo darte un paquete del maní que vendo. Ojalá te dé mucha energía para que sigas adelante". Eso fue hace dos años y la energía del maní no se me acaba todavía.

He aprendido muchas cosas: como que hay que pararse en un semáforo y esperar a que se ponga en rojo para pedirle el favor al honorable chofer. He aprendido también que algunos no son muy honorables y no entiendo por qué. Aprendí también a interrumpir a otros vendedores de historias y -pacíficamente- robármeles el show; sé que las rutas que van para el centro van más llenas que las que van para Fontibón, y que la gente que menos tiene es la que suele dar más. Pero, lo más importante, tal vez, es saber bajarse de un bus que no me dio nada, dar las gracias y querer subirme a otro cuanto antes.

En los buses, en la vida, la gente de corazón frío abunda. Tal vez han tenido un día duro. Yo no sé. Lo cierto es que si mi discurso no llegara a esos oídos helados, tampoco llegaría a esas personas que donan maní, apretones de manos y sonrisas. Vivir, amar, trabajar en los buses, es una constante búsqueda de la felicidad, tan efímera como un recorrido de la séptima a la circunvalar. El truco es tener siempre voluntad para volver a empezar.

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