martes, 6 de mayo de 2014

Breve justificación ontológica de Nada Flota

No todo, casi nada de lo coincidencial pasa por error. A veces, casi siempre, things turn out mejor de lo esperado o lo merecido. Uno no se merece nada. El karma es un consuelo de los miserables, porque la miseria es una condición, y, como toda condición, cambia.
Todos somos igual de indignos. Otra cosa es que se nos olvide eso y todo lo demás, cada vez que nos atravesamos en una mirada precisa o en los astros alineados a nuestro favor o a penas en un buen día. Un miércoles, para ser más detallistas.

Di con mi tesis de grado, con los temas de todos estos párrafos, con el nombre de ella y con el nombre mío de la misma manera que di con una perfecta banda de rock en una estación de metro, en Nueva York. Era el último día de un rarísimo viaje. A todos mis acompañantes, la Gran Manzana ya les sabía a cacho, de tanto caminarla. Ella no los había recibido muy bien. Su inclemente invierno, al mejor estilo de Winterfell, les hizo doler hasta el yunque, el estribo y el martillo.

A mí no me importó y a mi papá, tampoco. Todos prefirieron ir de compras a lugares con calefacción, mientras nosotros dos decidimos, felizmente, perdernos en Brooklyn. Los objetivos: visitar los manuscritos de Charles Dickens, Edgar Allan Poe y algunas Biblias de Gutenberg en la Librería de Morgan, y comprar un libro del que yo estaba antojada hace rato.
Tomamos el metro como el par de latinos que somos: con desconfianza, aferrados a un mapa que perfectamente pudo estar en Swahili y nunca lo supimos, y con una hora límite definida por mi mamá, para estar de vuelta en el hotel. Teníamos todo para salir mal librados, si es que llegábamos a salir.

Una de las muchas paradas que hicimos, dado que en el metro de Nueva York no existe lo que aquí conocemos como "Ruta fácil", fue en 14 Street con Union Square. Habiendo cumplido con los objetivos que nos planteamos, solo nos quedaba -a mi papá y a mí- volver al hotel exactamente a la hora estipulada por mi mamá. Estábamos afanadísimos, preocupadísimos, asustadísismos con la posibilidad de no hacerlo puntual. Atravesamos la estación corriendo, olvidando nuestra constante posibilidad de perdernos.

Sin esperarlo, sin haberlo leído en algún lado y sin saber qué estaba pasando, empezamos a escuchar -mientras corríamos- a estos manes.

Sin acordarlo, mi papá y yo nos devolvimos despacio. Nos quedamos viéndolos, ignorando las reacciones que nuestra impuntualidad pudiera provocarle mi mamá. Compramos su disco y los aplaudimos mucho. Alcanzamos a bailar un poco, como el par de latinos que somos.
La noche anterior, habíamos pagado una millonada por ver un estándar de jazz que no nos había matado, y esa tarde estábamos viendo gratis a una banda que -sin duda- nos estaba marcando. No tuvimos que conversar para admitirnos con los pies exactamente eso. Con los pies bailando.

Igualmente di conmigo. Con Nada Flota. Una bella noche de procrastinación, de tercer semestre de universidad, ese semestre en que nada ni nadie tiene sentido, ni siquiera la facultad, yo tenía que redactar una reseña de un libro que ni siquiera me había animado a comprar. Pero lo compré, esa noche, lo compré. Lo abrí exactamente en una página, exactamente en la página que me dio para escribir una reseña y para verbalizar lo que era, lo que soy.

Recuerdo que era la conversación entre dos mujeres que vivían en la costa de algún mar. Alguna de las dos estaba en algún dilema y la otra le trataba de dar alguna solución. En medio de su discusión, aquella mujer libre de dudas argumentaba que cualquier decisión que tomase la mujer aquejada por incertidumbres tendría consecuencias en ella, en su vida, en su futuro, en sus días, en todo. Y ponía el mar como ejemplo; que enseña erróneamente que las naves, que el papel, que el plástico, que las cosas, flotan, y no. No. Todo tiene raíces en algo, en alguien. Todo, al moverse, al alejarse, al pronunciarse, produce algo más. Hay un arraigo invisible del que todos somos víctimas y huéspedes. Nada flota.

Escribí mi reseña, pasé a cuarto semestre y todo empezó a tener más sentido, luego de poder sintetizar en a penas dos palabras todo mi demás. Lo bonito de esta y de todas las historias es que fue accidental, como la banda en el metro o que odiemos la misma fruta anaranjada. No es cuestión de puntualidad, para pesar de mi mamá. Es, más bien, cuestión de dejarse llevar. A veces, algunas cosas, flotan.




No hay comentarios:

Publicar un comentario